VOGLIAMO TUTTO! Las
jornadas de junio en Brasil: la constitución salvaje de la multitud del trabajo
metropolitano
Giuseppe Cocco y Bruno Cava
En
el momento en que escribimos estas breves notas (mediados de agosto de 2013),
el formidable movimiento de junio en Brasil parece atravesar una fase
ambivalente, definida por tres características: el reflujo, la difusión y el
desplazamiento.
Reflujo: se han acabado las
movilizaciones masivas de cientos de miles de personas que tenían lugar dos
veces a la semana (lunes y jueves) y en cada partido de la Confederation Cup. Esto no significa que la fase de
las grandes manifestaciones haya terminado. El estado de movilización se
mantiene siempre latente al acecho sobre los poderes constituidos. Algo
fundamental ha cambiado: los gobiernos les reconocen un poder formidable,
mientras los gobernantes intentan identificar liderazgos para negociar, sin saber qué hacer.
Las movilizaciones anunciadas para el 7 de septiembre supondrán una prueba
importante para el movimiento.
Difusión: el movimiento
multiplica las formas de lucha (manifestaciones, asambleas y ocupaciones de
parlamentos en las capitales y de Consejos Comunales, incluso en las ciudades
más pequeñas). Se trata de un proceso que abarca todo el país y todo el arco de
las reivindicaciones (pero con la centralidad de los transportes urbanos). Las
protestas han provocado una situación revolucionaria en la medida en que han
reforzado (y recalificado) las luchas, las reivindicaciones y los movimientos
que ya existían. Nos encontramos ante un verdadero y auténtico Kairós: es aquí
y ahora que muchos hacen valer las plataformas de lucha hasta hace poco tiempo
bloqueadas, como el derecho a la ciudad, la legalización del aborto, la
movilidad urbana y la lucha contra el terror policial como método sistemático
de control de la pobreza.
Desplazamiento: el eje fundamental de
las movilizaciones –de las cuales depende hoy buena parte del futuro del
movimiento– ha pasado de São Paulo a Rio de Janeiro. Rio es el emblema del
proyecto de un nuevo Brasil rico: ha sido el teatro de los Juegos
Panamericanos, de la Conferencia Rio + 20, de algunos partidos de Confederation Cup y, finalmente, de la visita del Papa.
Aquí tendrá lugar la final de la Copa del Mundo (en el 2014) y las Olimpiadas
(2016). Es en Rio de Janeiro donde las jornadas de junio se han mantenido
durante todo el mes de julio y continúan con fuerza actualmente con
manifestaciones, reuniones, asambleas. Rio de Janeiro es a día de hoy una
ciudad desobediente, que no se somete a las intervenciones de limpieza promovidas
desde el gobierno en nombre de los grandes eventos. Es precisamente en Rio
donde la actual fase del movimiento de junio aparece claramente bajo una luz
más potente, que ilumina la brecha abierta por la multitud en la paradoja lulista.
La brecha de la multitud en la paradoja lulista
Podemos
hacer dos grandes afirmaciones sobre el movimiento de junio y sus actuales desarrollos.
La primera es que este movimiento es el mejor producto de los gobiernos de Lula
(y de Dilma). La segunda es que la multitud de los pobres y de los
trabajadores metropolitanos ha abierto una brecha en la paradoja que encierran
los diez años de gobierno federal del PT, lo que hemos definido como “la
centralidad paradójica de los pobres” (que otros han definido como “lulismo”,
reduciéndolo a su dimensión electoral o economicista). Estas dos afirmaciones
nos permiten definir de inmediato la difícil situación en la que se encuentran
el PT y el gobierno: por una parte se trata de un movimiento fruto de la
movilización productiva que los gobernantes han promovido; por otra parte, el
gobierno y el PT han abordado esta movilización sólo en el plano electoral y
economicista, haciendo una valoración meramente objetiva, mostrándose
totalmente incapaces de comprenderla en su dimensión subjetiva, no entendiendo
cómo una movilización productiva haya generado otros sujetos sociales, nuevas
cualidades y nuevas capacidades. Incluso, en algún momento, han sido hostiles,
corriendo el riesgo de empujar al movimiento a manos de la reacción en su fase
más multitudinaria.
Encerrándose
en la extraña hibridación entre neo-desarrollismo (re-industrialización y
grandes obras) y neo-liberalismo (la emergencia de la “nueva clase media” como combinación
de renta y de consumo), el gobierno Dilma mostraba todos los signos de
agotamiento de la ambivalencia propia del periodo Lula. Paradoja que seguía
vigente hasta junio, a pesar de que se pudieran advertir inflexiones y
rupturas. La tierra comenzó a temblar cuando nadie lo esperaba. Certezas,
cálculos y previsiones se disolvieron en el aire. Tras los éxitos electorales
del PT en las elecciones municipales (sobre todo en São Paulo donde consiguió
imponer su candidato y en Rio, donde el candidato de la alianza gubernamental
venció con aplastante mayoría en la primera vuelta), la Presidenta Dilma (que
gozaba de altísimos índices de aprobación popular en las encuestas) se
preparaba para la reelección triunfal. Los dirigentes del PT admitían como
única variable para una posible desestabilización de la reelección de Dilma a los
eventuales caprichos del ciclo económico. Nuevamente, el enfoque era objetivo:
inadecuado para comprender las transformaciones latentes a nivel de la producción
de subjetividad que el propio lulismo había acelerado.
Las
primeras revueltas se concentraron en São Paulo sin sacudir en modo alguno la
posición del gobernador (de derecha, oposición al gobierno federal) ni del
recién elegido alcalde del PT. El joven alcalde “de izquierda” hizo causa común
con el gobernador de derecha, defendiendo los cálculos que justificaban el
aumento de las tarifas del transporte público. Pero la magnitud de las
revueltas no dejó de crecer y, luego del humo de los gases lacrimógenos, el
andamiaje de la representación empezó a caer. Gobernadores y Alcaldes de las
dos principales ciudades y Estados del país (São Paulo y Rio de Janeiro)
tuvieron que aparecer en las televisiones con cara de contratiempo para
anunciar oficialmente el congelamiento de las tarifas de los autobuses.
Demasiado tarde. El decreto de la gente sobre el boleto de los ómnibus sería
sólo el primero de una larga serie.
Después del terremoto, llegó la onda anómala: mientras
alcaldes y gobiernos intentaban desesperadamente (en una paradójica y cómica
inversión de roles) seleccionar algún representante con quien negociar, las
manifestaciones resultaban cada vez más masivas, autónomas y con objetivos cada
vez más generales, tras un desplazamiento que convertía a Rio en el eje del
movimiento: grandes manifestaciones tuvieron lugar en más de 400 ciudades y,
cosa nunca vista, en las periferias de las metrópolis. El punto culminante de
esta primera fase se alcanzó en los 3 o 4 millones de personas que manifestaron
en Rio el 17 y 20 de junio y en la registrada (en un ambiente de toque de
queda) durante la final de la Confederation Cup (todas marcadas por duros
enfrentamientos y cargas policiales). El 17 de junio, la manifestación
terminaría, en Río, con el asalto a la Asamblea Legislativa por parte de miles de jóvenes[1].
La multitud se auto invitó a la mesa de las discusiones,
la tierra se estremeció y cuando la onda anómala arrolló al PT y la izquierda
en general, sus dirigentes fueron los únicos en no darse cuenta. ¿Por qué?
Porque lo que ha sido arrollado es la paradoja lulista, el propio modo de ser
que el PT y el gobierno han acabado por encarnar en estos últimos años. La
posición de los intelectuales del PT ha oscilado entre la criminalización de
las manifestaciones como golpistas, de derecha y de clase media –temiendo que
las principales “víctimas” de las protestas fueran los gobiernos del PT– y una
vaga simpatía ante la movilización popular, con un tono casi cívico, pero sin
comprender y mucho menos aceptar su fuerza constituyente, como transformación de la manera de
gobernar de la cual el PT es el artífice. La única operación política del PT
–comandada por Lula en primera persona– se redujo a nombrar como representante
del movimiento a una red de jóvenes ligados al marketing.
A
partir del 2010, la paradoja lulista ya daba signos de saturación: por un lado,
el pacto de gobernabilidad parecía cada vez más un consenso tendencialmente
autoritario; por otra parte, el gobierno se veía cada vez más desafiado por la
multiplicación de episodios de lucha y movimientos de resistencia menores.
Hasta ese memento, el lulismo había mantenido una doble
cara: de una parte, un “lulismo de Estado” que oponía una gestión moderna,
eficiente y centralizada frente al atraso, a las viejas elites y a la
corrupción como solución al subdesarrollo; por otra, un “lulismo salvaje”, que
contraponía al Estado neocolonial brasileño la radicalización de la democracia,
una democratización “desde abajo”, a partir de las minorías y de su devenir. En
las jornadas de junio y en su desarrollo, el lulismo salvaje se recompuso
autónomamente, rompiendo la ambigüedad. Esta ofensiva salvaje no sólo determinó
lo impredecible de las protestas, sino que también afirmó la insatisfacción
ante el modelo neo-desarrollista, todo un éxito, según los indicadores
oficiales. En este sentido, las manifestaciones expresan la indignación
generalizada contra el éxito de un modelo, abriendo el horizonte a
otra realidad política y antropológica: el BRASIL menor–mundobraz!
Los dos ejes contradictorios del Lulismo
El
consenso cada vez más autoritario –con Dilma– relegaba, a los márgenes propios de
los ritos electorales y su degeneración, a aquello que parecía ser la vitalidad
de la apoyatura de las bases (y no sólo de los pobres) a las políticas de
reducción de la desigualdad y de democratización promovido por el gobierno
federal. Las jornadas de junio rompieron el bloqueo político y social en
que se había convertido esta centralidad paradójica de los pobres. Nos parece
–aunque es pronto para decirlo- que esta ruptura es definitiva e irreversible
(independientemente de sus futuras traducciones electorales). Para comprender
un poco mejor la paradoja de la que hablamos podemos enunciarlo de otro modo,
desarrollándolo en dos ejes complementarios y contradictorios.
El primer eje está formado por la multiplicación
–en los últimos 2 o 3 años– de luchas minoritarias que no consiguieron recomponerse
a nivel metropolitano: se trató de la resistencia de los habitantes de las
favelas contra los desalojos originados en las grandes intervenciones de la
Copa del Mundo y las Olimpiadas; de las luchas de los indios en la Amazonia
contra los grandes obras de las represas hidroeléctricas; de las violentas
huelgas salvajes de los obreros de dichas obras o de las ocupaciones de
tierras por parte de los indios y negros quilombolas. Debemos añadir a estas
nuevas revueltas las iniciativas endémicas de resistencia y producción
cultural en las favelas y en las periferias contra la tradicional presencia
violentísima de la policía. Estas y otras muchas luchas menores siguieron siendo
minoritarias ante el hecho que el gobierno Lula (y Dilma) mejoraba sensiblemente
el nivel de vida de la mayoría, es decir, de los más pobres. La curva
ascendente del crecimiento del PIB respecto a la decreciente desigualdad
muestra muy bien la novedad de lo ocurrido en los últimos diez años en Brasil.
Todo esto inmerso en una situación material donde los innegables progresos en
términos de reducción de la desigualdad apenas subsanaban la dureza de la
pobreza y la violencia de la relación de los pobres con el sistema de servicios
públicos (salud, escuela, policía, justicia) y sobre todo con relación a la
ciudad: transporte e infraestructura básica. Se trata de aquella normalidad de
tener un nuevo estadio (o un museo) junto a gigantescas favelas con sus desagues
descubiertos la que se ha roto (aunque sea solo en parte) debido al movimiento de
junio. Es la naturalización del genocidio de los jóvenes negros y pobres lo que
se ha roto, más aún cuando se toma el nombre de uno de los recientes
desaparecidos en manos de la policía, como consigna en todas las
manifestaciones de Rio y de São Paulo a partir de mediados de julio hasta hoy.
El segundo eje
paradójico es la consecuencia y la traducción electoral del primero; aparece tras
la figura del impasse que ha funcionado a partir de 2005 (es decir, después de
la crisis política ligada al “escándalo” de la compra de votos de
parlamentarios de pequeños partidos para constituir la mayoría parlamentaria
del PT): la crítica al gobierno Lula corrió el riesgo de ser aprovechada por la
oposición de derecha (representada fundamentalmente por los consejos de
administración de los grandes grupos monopolistas de comunicación, en especial la
red O
Globo en primera
fila). El lulismo fue precisamente el nombre de este callejón sin salida de las
luchas y de la crítica al gobierno Lula-Dilma. Por una parte, con sus políticas
sociales, Lula (y el PT a partir de Lula, nunca antes de él) transformó
radicalmente, desde la reelección (en el 2006), su base electoral, pasando de
los sectores más organizados (clases medias, trabajadores) de las ciudades más
desarrolladas del sur y del sudeste a las masas pobres (marginales pero
mayoritarios) de las periferias urbanas y de las zonas menos desarrolladas (en
particular en el nordeste). La crisis política de 2005, que parecía podía
causar incluso la inmediata destitución de Lula, fue, sin embargo, el escenario
de su afirmación como un fenómeno, al mismo tiempo más fuerte (por lo menos
superficialmente) que la derecha reaccionaria y que el mismo PT (y de los
pequeños partidos complementarios). De un lado, esto le permitió imponerse
tanto sobre la oposición de derecha como sobre los diferentes sectores del PT
(en particular imponiendo su candidata a la sucesión, Dilma Roussef). Por otro,
todas las críticas o luchas contra el lulismo o sus “límites” se redujeron a
hacer el juego a las campañas de la derecha o, simplemente, a caer en la
impotencia.
Ahora bien, la insurrección de junio comenzó con algunas
pequeñas brechas abiertas en los muros
de este callejón sin salida a partir de la revuelta contra el precio de los
transportes públicos. La multitud del trabajo metropolitano se deslizó en estas
brechas explotando la paradoja, destituyéndola. El
poder destituyente ha resquebrajado toda sensación de legitimidad de la que
gozaban los gobiernos y sus representantes y de los acuerdos y negocios que
determinaban las políticas públicas al margen de todo proceso democrático. En
la medida en que el Movimiento por el Billete Gratis (Movimento pelo Passe Livre – MPL) promovió la lucha por la
reducción de las tarifas (con el objetivo final de la gratuidad), su resultado fue
la reducción de los márgenes de beneficio del negocio de los transportes
públicos, disminución que golpea de lleno la red de acuerdos del gabinete, las
condiciones de gobernabilidad con efectos políticos inmediatos. No es
casualidad que el Alcalde (PT) de São Paulo dijese que era “matemáticamente”
imposible tocar el precio de los billetes y pocos días después la fuerza de las
protestas mostraron que el problema no era económico o aritmético. El precio
justo, en definitiva, no responde a ningún “precio justo natural”, sino a aquel
que la multitud consigue imponer al poder constituido. El precio es una
relación de fuerza que se vuelve inmediatamente política. Esto es lo que el
economicismo socialista o el keynesiano del PT (y de Dilma) no entiende y no quiere entender al día de hoy: la relación entre
la inflación de las tasas de interés (spread) y las tasas de inflación pasa por la violencia
de la moneda. En junio y aún hoy, la multitud consiguió democratizar los
fragmentos de la circulación monetaria creando una nueva y auténtica moneda, la
de las luchas del común.
El primer decreto de la multitud brasileña en junio, fue
la destitución de la
falsa alternativa que bloqueaba la generalización metropolitana de las luchas
menores mediante el chantaje del retorno electoral de la derecha, es decir, de
la peor elite neoliberal y autoritaria. Aunque no de inmediato, esta ruptura de
la paradoja lulista por parte del tumulto multitudinario en Brasil seguramente
tendrá consecuencias también en los otros países sudamericanos donde la polarización
Chavismo–Antichavismo, Kirchenrismo–antiKirchnerismo continúa bloqueando las
luchas. Este bloqueo no es paradójico sólo porque sea causado por la
polarización (muchas veces más superficial que real) entre los “nuevos”
gobiernos y la derecha que amenaza a través de los medios de comunicación. La
paradoja está en que este mecanismo termina pacificando la sociedad impidiendo
que los “nuevos” gobiernos puedan girar a la izquierda, incluso cuando –como
ocurre actualmente– la movilización lo permitiría.
La dinámica electoral del “lulismo” tenía (y no decimos
que haya sido definitivamente destruida) como base material las
transformaciones sociales determinadas por una serie convergente de factores,
que se pueden enumerar en orden creciente entre las causas subjetivas y en orden
decreciente en tanto determinantes materiales. La creciente integración de la
economía y de la sociedad brasileña dentro del capitalismo cognitivo es el primer y principal factor. El segundo factor, es la política de distribución de
la renta (políticas sociales, valorización del salario mínimo real, creación de
puestos de trabajo) que han hecho que los efectos de la modernización
(tercerización de la economía) y de la globalización (exportación de commodities) se usaran –por primera vez– para reducir
la desigualdad. El tercer factor es el de las políticas
transversales de calificación del crecimiento y de reducción de la desigualdad.
Se trata de las políticas raciales, de la democratización al acceso de la
enseñanza superior, de difusión de escuelas técnicas, expansión y
democratización del crédito.
Entonces, ¿por qué tanta insatisfacción en un escenario de
relativa inclusión social de millones de brasileños?, se preguntan en el
gobierno y el PT ¿Por qué tantas protestas en un momento en que la crisis del
capitalismo no sólo ha pasado de largo por la economía brasileña, sino que
incluso ha sido una oportunidad para su afirmación nacionalista sobre el
mercado mundial? Cuando son sinceros y no sólo reflejan la posición del poder,
estas preguntas parten de la premisa de que los tumultos tienen lugar sólo en
los periodos de recesión o penuria. Es una especie de síndrome de la Bastilla
que sólo ve la revolución con las masas hambrientas armadas de fusiles y
horcas. Pero en junio no sólo se ha rebelado la población afectada por los
grandes eventos o la gentrificación urbana, sino que ha sido un efecto a escala,
que ha recibido el apoyo de un gigantesco espectro social. Los analistas de
izquierda no alcanzan a comprender el Kairós de la
multitud brasileña porque están presos de la lógica del cuanto peor, mejor. Las manifestaciones demuestran al
contrario que ¡cuanto mejor, mejor! En el otoño caliente brasileño hemos
sentido el eco del otoño caliente italiano: VOGLIAMO TUTTO! El aumento y la
profundización de una nueva composición social han producido una subjetividad
que quiere más y mejor. Las conquistas son pretextos para nuevas conquistas,
sucediéndose en una dinámica expansiva de derechos. El poder constituyente se
da en saltos cualitativos, multiplicando demandas y creando en la inmanencia de
una vida mejor, nuevas formas de organización y movilización política.
Es aquí donde encontramos la centralidad paradójica de los pobres en toda su dimensión. El capitalismo
cognitivo que se despliega en el Sur (y en Brasil con particular dinamismo)
moviliza a los pobres (los excluidos, el proletariado y sub proletariado
metropolitano) en cuanto tales: sin homogeneizarlos previamente ni homologarlos
mediante la movilización salarial industrial. Es decir, los pobres se movilizan
en cuento pobres, directamente sobre los territorios metropolitanos o en los
meandros de las selvas, en las modulaciones productivas de la circulación. Como
se anticipaba, el trabajo (la vida) se ha movilizado fuera de la relación
salarial y en Brasil esto tiene lugar en el remix de las formas tradicionales
de precariedad heredadas del subdesarrollo con las formas más modernas de
flexibilidad terciaria. El efecto de las políticas de distribución de la renta
y de aquellas específicas de inclusión resulta paradójico porque, si por un
lado es totalmente interno al nuevo ciclo de acumulación, por otro determina
efectos de movilización social que van más allá de la movilidad ascendente de
una nueva base de consumo. Por una parte, los pobres son explotados como tales,
pero por otra, se reconoce su potencia. Si los pobres ya no se transforman en
“trabajadores”, pasan a luchar como pobres: jóvenes, mujeres, chicas, negros,
indios, informales, favelados, queers.
Con la llegada de Dilma al poder, la centralidad
paradójica de los pobres (los pobres son reconocidos para ser explotados mejor,
incluidos en un proceso que funciona para modular la exclusión: la
precarización), pasa a un nuevo nivel. Lo que con Lula parecía ambiguo y
relativamente abierto, ya fuese por la inmadurez del proceso como por la
sensibilidad política y personal del propio Lula, comienza a pasar por un
pesado proceso de clausura y homologación. Por una parte, el cierre de brechas
y ambigüedades es general: comenzando por la cultura (donde tiene lugar una
inexplicable restauración de los intereses reaccionarios de la industria
cultural y elitista) y acabando con el nuevo lema del gobierno (Brasil, un país rico es un país
sin pobreza), pasando por el desinterés (o peor) acerca de las
cuestiones sobre los derechos humanos, los sin tierra, los negros, los pobres
de las favelas y los indígenas.
El clausura de Dilma encuentra una explicación en su
biografía tecnocrática y economicista (que eventualmente coincide con el
compromiso socialista de la juventud guerrillera). Pero no se trata sólo de
esto. Hay otros factores más estructurales. En primer lugar, la crisis del
capitalismo global ha tenido un efecto paradójico sobre el ciclo brasileño.
Brasil, el país más “estable” de Sudamérica, se ha convertido en una nueva
frontera del capital global agotado, pasando a ser sometido a una fuerte
presión externa para que sus mercados funcionen como válvula de escape de las
inversiones globales. Al mismo tiempo, ha aumentado internamente una especie de
euforia generalizada sobre la nueva condición emergente: el país podía alcanzar
finalmente una posición y un estatuto diferenciado dentro de la economía y las
instituciones globales.
El segundo factor
puede ser visto como la demostración de que, si el capitalismo cognitivo es
capaz de movilizar a los pobres en cuanto pobres por medio de la fragmentación,
esto no significa que sus mecanismos de acumulación puedan funcionar sin un
cierto nivel de homologación de consumo y de la composición social.
El tercer factor es de tipo político.
El pacto de gobernabilidad se ha transformado en un consenso cada
vez más totalitario que ha comenzado a mostrar aristas en todos los niveles. El
consenso tiene tres formas y dos grandes consecuencias (corrupción y crisis
de la dicotomía derecha–izquierda). La primera forma de este consenso es la
convergencia sustancial de la oposición política (y también de la prensa) sobre
la figura de la presidenta. Dilma es considerada una dirigente competente: gran
consenso sobre las políticas sociales y coincidencia esencial sobre los
proyectos de desarrollo (sus técnicas de gestión) y conflicto en los márgenes
sobre las tímidas inflexiones de la política económica. La segunda forma
es el agotamiento definitivo de los elementos de movimiento del PT. El PT
aparece actualmente como un partido mucho más burocratizado internamente y
visceralmente unido al funcionamiento del Estado de lo que se pueda imaginar.
Pero no se trata sólo del PT: todos los movimientos organizados (como el MST) y
los partidos de extrema izquierda –por no hablar de los sindicatos– han sido
sobrepasados, a veces expulsados o en todo caso incapaces de “leer” el
movimiento. La tercera forma
es la más estructural. Se trata del régimen de valores que ha devenido
hegemónico en la coalición de gobierno, acríticamente asumido por el PT: no
construir un nuevo horizonte radiante (probablemente socialista o solidario),
sino la homologación dentro del espejismo de la “nueva clase media”.
El gobierno Lula-Dilma y el PT han terminado creyendo al
marketing que les ha permitido los grandes éxitos electorales, como aquellos
managers que terminan creyéndose los falsos balances que les permiten unas
buenas performance en la Bolsa. Hasta que un día la
quiebra es inevitable y el castillo de naipes del discurso sobre la nueva
composición social se viene abajo. Esto es lo que ha sucedido en junio. Para
hacernos una idea podemos sustituir la metáfora del castillo de naipes por la
imagen de un nuevo gran transatlántico que acaba de zarpar del puerto del
subdesarrollo. Aquí está, se llama Brasil Maior (Gran Brasil) y está surcando el
océano de la crisis del capitalismo global en ruta segura hacia el continente
del neo-desarrollismo. En el puente de mando, los partidos de la alianza del
gobierno y los pasajeros de primera clase brindan felices ante el sólido
consenso que proporcionan los dos motores de la ingeniería de la gobernabilidad:
el primero es el del “neo-desarrollismo” y el segundo es el de la “nueva clase
media”. Solo que, la llamada “nueva clase media” no ha encontrado nada
interesante la cubierta de la segunda clase y, junto con los pobres de la tercera
clase, ha invadido el puente principal. La fiesta del consenso ha terminado.
El primer motor era el
neo-desarrollismo, el modelo preferido por el gobierno Lula y especialmente por
Dilma tras la crisis del capitalismo global. Los intelectuales del PT han
amplificado esta referencia retórica, comparando a Lula con Vargas. En
realidad, es la vuelta al economicismo: con incentivos y subsidios
multimillonarios para la industria “nacional” (en realidad se trata de las
multinacionales de automóvil y de los electrodomésticos) y la noria de las mega-obras
(grandes presas hidroeléctricas, submarino nuclear, industria extractiva) y de los
mega-eventos (Confederation
Cup, Jornada Mundial de la Juventud, Copa del Mundo, Olimpiadas).
El segundo motor es el régimen discursivo
destinado a homologar los efectos de la movilidad social ascendente creados por
el gobierno del PT dentro de la noción –economicista y neoliberal– de la
emergencia de una “nueva clase media”, esto es de un nuevo estrato de
consumidores, electoralmente mayoritario, políticamente conservador y anuncio
de valores económicos de crecimiento moderado y gobernabilidad política.
Pero he aquí que la fiesta se echó a perder. Es
precisamente la composición social que el régimen discursivo de la
gobernabilidad, del Brasil “emergente” y “grande”, definía como la “nueva clase
media” que irrumpe con fuerza en el puente de mando donde se festejaba en un clima
cada vez más autorreferencial y complacido. El Iceberg es el monstruo que está dentro[3] del Transatlántico e
interrumpe el determinismo de su rumbo preestablecido y obligatorio. La
multitud del trabajo metropolitano se presenta y se constituye como un sujeto
capaz de producir y afirmar –de modo constitutivo– otros valores, comenzando
por las grandes metrópolis y pasando por todas las ciudades y periferias
del país continental que es Brasil. El movimiento de junio ha afirmado que la
nueva composición social de Brasil es un terreno de lucha abierto a la
alternativa radical entre su homologación dentro de los valores agotados del
capitalismo global y la formación salvaje de la nueva composición del trabajo
metropolitano. Lo que hemos visto en junio ha sido la emergencia salvaje de la
clase sin nombre. Desde junio a hoy, esta potencia salvaje está buscando
inventar las instituciones del común metropolitano y lo está haciendo con
ocupaciones de consejos municipales, manifestaciones y “decretos de la plebe”.
Esto está mucho más claro Rio, en particular con las victorias conquistadas
contra la remoción de favelas y las demoliciones previstas en la zona del
estadio Maracaná.
El Común como lucha
Para finalizar, es necesario volver al principio: no se
puede comprender el movimiento de junio y su desarrollo sin aprehender la
dimensión cualitativa (y no sólo cuantitativa) de las manifestaciones. Esta
dimensión cualitativa es la gran innovación, una de las claves fundamentales
para entender lo que ha pasado y está pasando. Podemos hacerlo en tres
momentos: las imágenes de un documental sobre las manifestaciones de Fortaleza,
la dinámica de los manifestantes de Rio y el rol de los “Black Blocs”
(siempre en Rio).
En un primer momento, veamos el documental dedicado a las
manifestaciones que han tenido lugar en Fortaleza[4]. Podemos ver las grandes movilizaciones iniciales (la más
grande movilizó 90 mil personas) y las polémicas generadas (en particular sobre
la cuestión de la resistencia y la violencia). La manifestación final tiene
lugar durante el partido España-Italia de la Confederation Cup. Los
manifestantes –mucho menos numerosos respecto a la masificación inicial– se
organizan para hacer frente a la policía y lo manifiestan abiertamente a la
cámara. Uno de los jóvenes muestra un gran botellón de plástico lleno de agua
colocado en medio de la calle y explica: “esto es un bien común, a disposición
de todos para extinguir los gases lacrimógenos, lo he aprendido de los
manifestantes de Estambul”. Cuando la lluvia de gases comienza, se puede ver a
varios manifestantes usar este bien común para disminuir los efectos de los cartuchos
de gas. Este episodio, que se repite un poco en todas partes, recoge una serie
de elementos constitutivos de las jornadas de junio. En primer lugar, las
jornadas de junio se insertan en el ciclo global de luchas insurreccionales y
constituyentes (la primavera árabe) actualizado en mayo por la revuelta de
Estambul, poco antes del estallido brasileño. Las imágines de la lucha de la
multitud turca han propiciado la movilización de la multitud brasileña y
también sus formas: prácticamente todas las grandes movilizaciones de las
jornadas de junio (y esto se ha repetido también en julio, aunque menos
sistemáticamente en función de la disminución de la masificación) han sido
atravesadas por la determinación de llevar la protesta más allá de las
tradicionales dimensiones rituales, sobre el terreno de la autodefensa y de la
acción directa.
Un
tabú en un país donde la policía está habituada a usar a su antojo, de forma
totalmente arbitraria, las armas letales (como ha hecho durante las jornadas de
junio en Rio con el asesinato de diez habitantes de una favela). Si la prensa,
las distintas instancias del gobierno y la “izquierda” institucional han
buscado –como se ve en el documental– criminalizar a los “violentos” (llamados
“vándalos”), la práctica de la autodefensa y de la acción directa ha sido un
elemento esencial y duradero que ha dado al movimiento –en toda su diversidad–
su dinámica y su dimensión constituyente. El botellón de agua en medio de la
calle a disposición de la multitud es verdaderamente la imagen de lo que puede
ser el común y su ciudad.
El segundo momento que ayuda a hacerse una idea del
movimiento es la esquemática reconstrucción de la dinámica de los manifestantes
de Rio en junio. Mientras que en São Paulo la movilización reunió a mucha gente
desde el principio y tuvo que hacer frente a una fuerte represión policial, la
primera manifestación en Rio reunió unos pocos cientos de personas. La novedad
ha sido que una parte consistente de las 300 personas iniciales decidiera no
limitarse al rito de pasearse sino que tomó la decisión –indiferente a nivel
cuantitativo de la movilización– de enfrentarse a la policía y “sancionar” los
símbolos del poder político y financiero. En la manifestación de unos días
después había 1.000 personas con la misma determinación. En la tercera 10.000.
Mientras crecía el número de participantes exponencialmente, el poder no sabía
qué carta jugar y el 17 de junio, dos semanas después de iniciado el
movimiento, el centro de Rio fue invadido por más de un millón de
manifestantes. Intentando evitar las provocaciones, la policía se mantenía
distante y casi invisible… pero no serviría de nada. En vez de disolverse, la
manifestación prosiguió hacia la sede del parlamento del Estado de Rio, donde
el contingente de policía no pudo evitar –durante un buen rato– el asalto de
miles de jóvenes. Tres días después, el 20 de junio, los manifestantes serán
dos o tres millones. Esta vez la policía cambió de estrategia y formó
masivamente delante de la sede del Municipio (y en las cercanías de uno de los
partidos de la Confederation Cup).
Nada cambió. A pesar del terreno desfavorable (grandísimos espacios) y la
presencia de blindados, caballería, etc… miles de jóvenes se enfrentaron a la
policía y denunciaron a los bancos, símbolos del poder público y,
particularmente, a la FIFA, siguiéndose cargas generalizadas en todo el centro
de la ciudad que suscitaron aún más indignación y movilización.
El tercer momento tuvo lugar durante los enfrentamientos
en la final de la Confederation Cup en Rio. Se trataba de jóvenes (la
mayoría de la periferia) que llegaban a las manifestaciones ya encapuchados y
definiéndose come Black Blocs (en la manifestación del 30 de junio,
con ocasión de la final de la Confederation Cup).
Claramente, el imaginario es una vez más global y hace referencia a un estilo
de manifestarse y organizarse típico de los anarcos y los autónomos europeos.
En realidad no es exactamente así. Que estos jóvenes de la periferia –muchos de
color– se enmascaren antes de llegar a las manifestaciones significa (más allá
de protegerse del gas) afirmar una doble determinación. En primer lugar, no ser
identificado como un joven de la periferia es la condición necesaria para poder
luchar democráticamente sin correr el riesgo de “desaparecer misteriosamente”.
En segundo lugar, el enfrentamiento con la policía se mantiene al mismo tiempo
determinado (auto-defensa con escudos, uso de cócteles molotov, hondas y
potentes petardos además de los clásicos adoquines) y básico (las barricadas se
hacen con el incendio de las basuras y los ataques a la propiedad se concentran
sobre los bancos y algunas tiendas de grandes cadenas. El enfrentamiento es
totalmente interno a la constitución democrática de la paz y es así que termina
siendo bien recibido por todo el movimiento (salvo por los partidos y el
movimiento organizado).
Después de las grandes manifestaciones de junio, los
chavales del Black Bloc se
convirtieron en el sujeto fundamental de la difusión del movimiento –siempre en
Rio. Presentes en las ocupaciones del Consejo Municipal y de la playa de de
Leblon bajo la residencia del Gobernador), han participado en casi todas las
movilizaciones, ocupando la ciudad y construyendo una dirección desde abajo,
totalmente interna al agencement del movimiento: ciudad–internet–Black Blocs. A
finales del mes de julio y primera mitad de agosto, los chavales de negro, que
han encontrado en las banderas de la anarquía los símbolos irrecuperables de
una autonomía salvaje son capaces de multiplicar y diferenciar las
movilizaciones, desde las ocupaciones a los asaltos al edificio del gobierno,
combates en los barrios más lujosos de la playa y los desfiles kilométricos que
atraviesan los rebaños de peregrinos durante la visita del Papa. Como habíamos
dicho, las tentativas de criminalizarlos (muchas auspiciadas por los partidos
de la izquierda del gobierno) y tratarlos como un componente minoritario,
aislado, violento y marginal no han calado. El funcionamiento asesino del
Estado y de su policía, una vez que la brecha se ha abierto, actúa a la
inversa: frente a la capacidad del movimiento para apropiarse de la crítica de
la violencia contra los pobres, parecen asomar las armas de la criminalización.
Uno de los momentos más interesantes de la estética
política de los Black Blocs de Rio fue el primer intento de
ocupación del Consejo Comunal. Durante una manifestación que tuvo como objetivo
la ocupación permanente del Parlamento del Estado, un nutrido grupo de chavales
encapuchados despistó a la vigilancia policial y aprovechó para ocupar el
Consejo Comunal de donde fueron desalojados violentamente poco tiempo después
(no sin una fuerte resistencia de los manifestantes). El día después, la prensa
denunciaba los daños causados por los manifestantes y publicaría la foto
de un cuadro dañado. Se trata del retrato de un general sobre cuya frente un
artista salvaje dibujó nítidamente dos cuernos. Rápidamente, todas las redes
sociales reconocieron al general asesino que reprimió las revueltas mesiánicas
de Canudos en los albores de la república brasileña a fines del siglo XIX. El
general con los cuernos es la figura, todavía actual, de la policía que masacra
a los pobres de las favelas y las periferias. En las redes se solicitó la
protección formal del cuadro como una auténtica obra de arte mientras que la
prensa se olvidaba rápidamente.
Es una situación impensable hasta hace poco tiempo: la
multitud es capaz de construir en sus desterritorializaciones y
reterritorializaciones uno nuevo tipo de paz, desconocido en Brasil. Todos
reconocen a los chavales del Black Bloc como la expresión, más potente aunque
no única, del movimiento arrastrando tras ellos a todos los jóvenes militantes.
Si en los años 2000 se decía que “Lula es muchos”, hoy, cada uno de estos
chicos y chicas es una multitud.
(Rio de Janeiro, 17 agosto 2013)
[2] Usamos aquí la gran intuición de Hugo Albuquerque http://descurvo.blogspot.com.br/2012/09/a-ascensao-selvagem-da-classe-sem-nome.html
[3] Sobre la dimensión “interna” de las luchas habría que
desarrollar un parágrafo específico para el que no tenemos tiempo. Y decir que
la incapacidad de los partidos opositores de izquierda para “dirigir” el
movimiento (sin contar las situaciones en las cuales han sido expulsados de las
manifestaciones y la insuficiencia de sus categorías teóricas) es una
demostración de cómo todas las hipótesis que trabajan, a partir de la
afirmación de un afuera ideal, han fracasado de igual manera que la izquierda
gubernamental.
[4] El documental titulado Com Vandalismo, ha
sido producido por Nigeria Audiiovisual y está accesible en http://www.youtube.com/watch?v=KktR7Xvo09s. Fortaleza es la capital del Estado del Ceará, en el Nordeste
de Brasil y tiene una población de 2 miliones y medio de habitantes.
Traducción: César Altamira