Ahora que los dos pilares sobre los que se construyó la ciudadanía del siglo XX, esto es la centralidad del trabajo, por un lado y el estado del bienestar, por otro, se encuentran, cuanto menos cuestionados, la necesidad de restablecer el discurso sobre la ciudadanía, -sustentado en el trabajo y su prolongación, el welfare en tiempos fordistas - parece encontrar su cauce en las luchas por los bienes comunes, es decir, en aquellas prácticas de reescritura "de abajo hacia arriba" de las relaciones entre las personas y las cosas que impugnan el modelo legal de propiedad pública y privada, y aspiran a colocar en otro plano la relación entre la comunidad y los bienes, así como entre la comunidad y las instituciones.
El objetivo es devolver un "destino socialmente orientado" a bienes que, si bien son productivos, han sido en muchos casos dejados de lado por sus propietarios.
Guernica, nuevas ocupaciones y la "lucha por el derecho a tener derechos"
En nuestro país los asentamientos producidos por ocupaciones territoriales configuran un vasto espectro desde los años 60, sea en tierras fiscales como en privadas. Se trata de un fenómeno acentuado desde 1983, acicateado, de manera concurrente, por varios factores: el impulso, a partir de los 70’s, de sectores eclesiásticos radicalizados, la obturación por la dictadura del histórico sistema de loteos, el desalojo de varias villas capitalinas sin proyecto alternativo de reemplazo y, finalmente la descomposición de la sociedad industrial construida desde los años 30. En este contexto, muchas ocupaciones[1] nacen para defender los derechos sociales o, para usar la jerga de los "movimientos", para producir welfare, bienestar desde abajo. Y en esta dinámica, ganan legitimidad tras la consigna de el derecho a tener derechos. Se trata de nuevas ocupaciones que son potencialmente capaces de reactivar circuitos de producción de bienestar social, mediante actividades abiertas al nuevo barrio, recreando lazos de solidaridad horizontal y generando nuevas formas de riqueza, que quizas no sean percibidas e incorporadas en la medición del PIB, pero influyen sobre la calidad de vida de los residentes. No son sólo resultado de prácticas de ruptura con una legalidad percibida como extraña y hostil, sino que tienen como objetivo transformar, en vectores de cooperación social, a bienes materiales de valor, a recursos tangibles como la tierra. Debemos reconocer el peligro siempre presente de las distorsiones de estas prácticas, tras maniobras especulativas de estos bienes, así como desviaciones reales de dichas ocupaciones tras inversiones inmobiliarias del crimen organizado, vinculadas a operaciones de lavado de dinero - que salpican la historia de las tierras ocupadas-, a menudo en nombre de una asociación público-privada que sacrifica la utilidad social a nichos comerciales más o menos legales. Este fenómeno también cambia la percepción de la relación con el territorio y con las instituciones.
Estamos, de hecho, frente a una dimensión donde los impulsos anti-propiedad son patentes, ante un conflicto de dimensiones claramente visible, porque el objetivo es el retorno al uso común de lo que fuera capturado por dispositivos público-privados, como de membresía exclusiva. Vale la pena recordar que los movimientos ecologistas y eco-feministas han otorgado a lo común(commons) un nuevo sentido político.[2] Donde el cuerpo feminizado es un espacio en disputa. Algunas ecofeministas abordan el cuerpo como metáfora del territorio: éste, al igual que la tierra, es un espacio sembrado y explotado, un espacio habitado, un bien propio a defender desde el feminismo. Otras visiones nos aproximan al cuerpo no como una metáfora del territorio, sino como una extensión del mismo. La desmitificación eco feminista del hombre independiente y autónomo, centro de todo, proyecta a los seres humanos como vulnerables e interdependientes, y, simultáneamente, como espacio social que enfrenta y disputa el poder de quienes detentan la propiedad.
Ya Silvia Federici[3] al analizar, en los inicios del capitalismo, la persecución a las brujas, en tanto mujeres autogobernadas que disponían de fuertes controles sobre la reproducción, estableció un intenso paralelismo entre estas cacerías y la necesidad de los cercamientos (enclosures) de las tierras comunales, practicados en tiempos coincidentes con el surgimiento del capitalismo (cuerpo-territorio). Tierras comunales que eran el sostén de economías de subsistencia y de la vida, donde las mujeres desplegaban su autonomía e intervenían en el acceso a la tierra y los conocimientos compartidos. Esta expropiación-desposesión de las tierras y bienes comunes de los campesinos, que Marx denominara acumulación originaria del capital, constituye el primer proceso de privatización de los medios de producción llevado a cabo por las lógicas del capital. No es de sorprender que la persecución a las brujas tuviera lugar al mismo tiempo que la expropiación de las tierras comunales. D. Harvey, al igual que otros numerosos académicos, sustenta la existencia de un proceso continuo de acumulación originaria, hoy, en los pliegues de lo que ha denominado acumulación por desposesión[4]. Se trata de la privatización de lo público o comunitario. Procesos que no son privativo de las regiones periféricas del capitalismo y territorios rurales pre capitalistas, sino que incorporan todos aquellos espacios urbanos, aún de las grandes metrópolis, capaces de generar ganancias al capital (renta urbana).
En contraste con la producción industrial, el ciclo de producción biopolítica es cada vez más autónomo del capital, ya que sus esquemas de cooperación son generados en el proceso productivo mismo y cualquier imposición de comando plantea un obstáculo a la productividad. Mientras la fábrica industrial genera beneficios, en la medida que su productividad depende del esquema de cooperación y el comando capitalista, la metrópoli primariamente genera renta, único medio por el cual el capital puede capturar la riqueza creada autónomamente. A medida que la hegemonía de la producción biopolítica se consolida, el espacio de la producción económica y el espacio de la ciudad tienden a solaparse. Se trata de una producción generada de manera colectiva, donde los cuerpos lo conforman los trabajadores y trabajadoras explotados por el capital, aunque también los cuerpos situados en los márgenes.
La precariedad que caracteriza a la producción biopolítica provoca la exclusión social de los trabajadores, mientras permanecen en las estructuras y procesos de producción social. El habitante del conurbano de los barrios pobres, de los asentamientos urbanos, de los barrios populares, así como el de las favelas cariocas o el de las ciudades ocultas chilenas constituyen figuras emblemáticas de este sujeto precario que habita en las periferias pobres de las grandes metrópolis. Se trata de una precariedad que, ante la constante ruptura de las fronteras, conspira contra la posibilidad de construcción política de una vanguardia revolucionaria de masas como fuera la de los tiempos fordistas. En estos días los modos de resistencia y antagonismo proyectan la horizontalidad y la autonomía como perspectivas más viables.
La metrópoli es hoy en día el lugar de la producción biopolítica, el espacio de lo común, donde la gente vive, comparte recursos, intercambia bienes e ideas. Lo común, base para la producción biopolítica, no se circunscribe tanto a lo “común natural”: la tierra, minerales, agua, y aire, sino a lo “común artificial”: lenguajes, imágenes, conocimientos, afectos, códigos, hábitos y prácticas. Este común artificial funciona a través del territorio metropolitano y constituye la metrópoli. La metrópoli, entonces, está inserta y es integral al ciclo de producción biopolítica: es no sólo la base de la producción, sino que los resultados de la producción son, a su vez, nuevamente inscritos en la metrópoli, reconstituyendo y transformándola.
Los bienes públicos están en peligro de extinción. Hoy el poder urbano se reproduce en la propiedad privada y la propiedad pública, atravesada esta última por recortes-amputaciones y privatizaciones. Lo que se presenta como público y de todos es, en verdad, un espejismo difuso, una moneda de trueque entre el mercado y el poder que pretende hacer negocio con nuestras ciudades. El derecho a la ciudad se planta como el reclamo sobre el común de la ciudad, en tanto espacio con distintas realidades, producido y reproducido por el conjunto de vecinos, sobre el que se exige participar y decidir sobre su entorno. Necesidad de construir escenarios urbanos comunes que pongan la vida en el centro.
El bien común urbano se presenta entonces, como un espacio de resistencia desde los márgenes. Un recurso urbano autoconstruido, autogobernado y autogestionado desde el común. Actúa como punto de fuga a las lógicas del capital, planteando alternativas que repiensen la ciudad y construyan otras maneras de habitarla desde los cuerpos desposeídos.
Las ocupaciones de tierra significan, por un lado, un profundo cuestionamiento al carácter absoluto del derecho de propiedad y, por otro lado, un intervencionismo sin precedentes de los movimientos, en un terreno hibridado con el reformismo, ya que las movilizaciones que condujeron a las ocupaciones son portadoras también de la necesidad de traducirse en una actividad legislativa real, destinada a redactar proyectos de ley sobre cuestiones como bienes comunes, derecho a la vivienda, incluso a la entrega de títulos de propiedad sobre los nuevos terrenos.
Lo común debe ser entendido no sólo como un conjunto específico de bienes materiales, sino como el resultado de una producción-reproducción intencional y colectiva de bienes, incluso de deseos. Se trata de una relación social, que permite percibir-entender los particulares vínculos que se establecen en la diaria entre las personas, así como entre las personas y las cosas que ellas mismas producen; que ilumina, incluso, las luchas desde lugares frecuentemente sombríos. Tras esta idea es posible identificar los movimientos socio-ambientales, el entramado de las diversas luchas por el derecho a la vivienda, así como las luchas cotidianas protagonizadas mayoritariamente por mujeres. Estas transformaciones, muchas veces heterogéneas y multiformes, que emergen de la producción del común, tallan una impronta particular sobre la reproducción de la vida social, ampliando la propia resistencia al capital y sus diversas maneras de dominación, mientras cuestionan y debilitan su capacidad de reproducción.
En su último libro, Judith Butler[5] al explorar las formas de resistencia de los inmigrantes que nacen íntimamente ligadas al miedo, redefine la parresia[6] fuera del marco del individualismo.
Butler se pregunta sobre la relación que existe entre el concepto de Foucault del discurso valiente con la tentativa contemporánea de comprender las asambleas políticas. Butler asimila el discurso valiente de Foucault al tratamiento que éste le da a la parresia, y las asambleas, a aquellas formas espontáneas e informales de reunión con potencial democrático. [7] ¿Es posible, se pregunta Butler, “entenderse también [ese discurso valiente] como una expresión colectiva”?[8] Ya Foucault[9], en numerosas ocasiones, había abordado la parresia como la intención, del sujeto que habla, por decir la verdad; con compromiso y franqueza, más allá de los riesgos que esta actitud supone, rescatando igualmente la situación de inferioridad que coloca al sujeto, respecto a aquel a quien la verdad afecta. En efecto, en sus lecciones en Berkeley en 1983 nos dice que “alguien que hace uso de la parresia y que merece ser considerado un parresiasta si y solo si, al decir la verdad, existe para él un riesgo, un peligro.[10] Esta actitud se enlaza con los comentarios de Foucault sobre la crítica como un ejercicio de virtud, donde la virtud que tiene en mente es la valentía. Debiendo existir una correspondencia entre la creencia de lo que se dice y la verdad de lo que se dice. En otras palabras, quien habla cree sinceramente en lo que dice. Lo relevante en la parresia no es la verdad del discurso, sino el compromiso del sujeto con esta verdad, es decir, su sinceridad y lealtad y donde el parresiasta está dispuesto a pagar un costo, incluso con su vida. Efectivamente, para Foucault, quien habla asume un riesgo, en este caso frente al soberano, por el mero acto de hablar. Pero la parresia va más allá del acto de hablar exponiendo a quien habla ante un riesgo político. En este marco, Butler se pregunta si el discurso valiente forma parte de los movimientos de resistencia de hoy en día. Y aquí es donde Butler extiende a los movimientos el acto individual calificado de parresiático por Foucault.
¿Cuál es el lugar y sentido de la valentía en el discurso? O, más aún, si la valentía es el acto de sobreponerse al miedo, ¿qué es lo que se teme? Pregunta que nos conduce al poder, ¿qué nos ocurrirá si hablamos? “Cuando nos pronunciamos contra una forma de poder, digamos el poder del estado, podemos conocer de sobra las consecuencias legales que tal vez le sigan y hablar, aún así, con ese miedo”. [11] El miedo, en el discurso, no excluye a la valentía; no hay contradicción, sino ambivalencia. ¿Cuál es la institución que atiza ese miedo?: la ley o sistema legal que posterga o rehúsa procesar las demandas. Butler concluirá planteando que no necesariamente la expresión política se apoya, en sentido estricto, en el discurso, sino que las específicas modalidades de la expresión política pueden adoptar forma de movimiento y gesto poniendo en primer plano al cuerpo como escenario de contienda política.[12]
Butler redefinirá la parresia fuera del marco del individualismo, al discutir en la práctica política de los inmigrantes, su parresiacomo la ocasión para la solidaridad y para la resistencia. Sentimientos que nacen íntimamente ligados al miedo que convive con la valentía.
La reflexión de Butler nos parece apropiada para abordar las últimas tomas de tierra, donde las poblaciones, ahora ya no de refugiados, sino en éxodo, padecen una injusticia sistemática. Miles de pobladores son privados de derechos, mientras están sujetos constantemente a la persecución e invisibilización. Viven al margen de la ley y el derecho, en tierra de nadie, donde toda normativa legal queda sometida, una y otra vez, a la dependencia y peso de la “seguridad” (se relaciona al más vulnerable con la delincuencia, la vagancia) y el santo derecho de propiedad. Son los okupas del nuevo siglo, quienes alzan su voz, tras múltiples formas de resistencia junto a sus pares, reivindicando sus derechos, a menudo en colaboración solidaria con diferentes grupos de activistas. Precisamente, “el derecho a tener derechos” -en expresión de Arendt- no depende de ninguna declaración individual, sino que cobra el sentido de resistencia en estas formas okupas. Entonces, afirma Butler, se articula un discurso plural, por parte de los que exodan y de los que trabajan en solidaridad con ellos, que reclama leyes nuevas que desafíen las violentas y degradantes formas del poder legal, una violencia legal que los arroja a una intemperie indefinida. Así, Butler ilustra una valentía -alejada de toda ética de la virtud- que nace de la solidaridad, aquella que alumbra del actuar de común acuerdo. Una valentía que es antecedente y efecto de las relaciones de solidaridad.
Sobre quienes ponen el cuerpo y alzan su voz para “tener derechos” pende la proyección descalificadora de “amenaza a la seguridad” y a la sociedad. Por ello, actúan con cierto temor. Alzando su voz contra la injusticia, saben que, por haber participado en la conversación pública, es posible que reciban una injusticia aún mayor. Es por eso que el discurso, en tales circunstancias, será siempre temeroso. No se trata de hablar sin miedo, sino, de mostrar valentía política. Valentía y temor muestran la ambivalencia de este comportamiento social. Levantar la voz asumiendo el riesgo, antes que ser cómplices del silencio. Resistencia, en definitiva. Y en ese acto el poder asociado a la resistencia se coloca, en abierto desafío y por fuera del marco del poder estatal, manifestándose como un opuesto de manera autónoma. La nuta vida actúa ahora, no ya en el sentido agambiano, sino como forma de actividad política, modo de resistencia política. Se trata de una resistencia que se muestra fuera del estado, aunque sujeta a los poderes de seguridad y policía.
En ese marco, lo que se observa es la disparidad de demandas, entre lo que se ha dado en llamar el movimiento obrero organizado, -es decir aquel obrero sindicalizado, asociado al trabajo formal y dependiente-, de aquellas sostenidas por los campamentos de refugiados sociales montados en las periferias urbanas que, en nombre de los excluidos, demandan compensaciones y derechos que los coloquen en un pie de igualdad con la situación más privilegiada en que se hallan los trabajadores formales. Se trata de un programa de acción, novedoso y contradictorio para el nacionalismo popular, que disputa con los sindicatos, no solo la movilización y protagonismo social, sino que quiebra la antigua asociación entre protección social y trabajo sindicalizado. Comporta toda una novedad, porque manifiesta la ruptura de la tradicional asociación entre la protección social y el trabajo en relación de dependencia, reclamo por una nueva ciudadanía social y clara manifestación de la quiebra de la sociedad salarial en nuestro país.
Instituciones del comun
El doble juego de pinzas generado, por un lado, por las transformaciones producidas en el proceso de producción que involucran procesos de creación de nuevas subjetividades y, por otra parte, las transformaciones operadas en el estado, crean condiciones para la creación de nuevas instituciones, aunque ya no aquellas clásicas ligadas al estado, lo público o lo privado, sino en todo caso instituciones del común. En efecto, el estado de nuestros días no solo presenta desarticulación y fragmentación, sino que muchas áreas estatales están directamente comprometidas con la lógica del capital, penetradas por criterios empresariales. Basta recordar la lentitud, dilación y hechos de corrupción producidos en las primeras compras que realizara Desarrollo Social, al estallar la pandemia, y la disparidad de criterios oficiales adoptados desde el estado con relación a las tomas de tierra en Guernica y otros lugares. Por otro lado, la producción de nuevas subjetividades, al estimular el ascenso de diferentes y variados conflictos, materializan la necesidad de creación de nuevas instituciones basadas en prácticas políticas radicales, como expresión de las nuevas demandas de igualdad, libertad y democracia, capaces de expresar y consolidar un moderno "contrapoder". De ahí que la construcción de nuevas instituciones por aquellos que las producen y utilizan, a partir de determinadas prácticas políticas y experiencias de un accionar en común, se convierte en una cuestión teórica y política de primer orden, similar a lo que se conoce con el conocido concepto de contra poder. Queremos significar que su constitución y crecimiento pueden cotejarse, solamente eso, simbólicamente, con lo que en su momento se designaran como organismos de doble poder. Se sigue que la propia definición de institución necesita de una reformulación y mayor investigación. En ese camino, reconceptualizar la institución tras una perspectiva materialista, significa referirla a un universo donde "las personas, las cosas y las acciones del mundo no son el resultado de una predestinación sino de un punto de llegada perseguido".[13]
Igualmente, en el plano político, abordar los bienes comunes más allá de lo público y privado, significa pensar y aspirar a la creación de formas e instituciones de democracia participativa que va más allá de las políticas de privatización actuales, sin que ello signifique el retorno a la gestión tradicional de los recursos públicos desde el estado de manera vertical y paternalista. Significa también dejar atrás y superar aquella idea de la soberanía estatal como filtro necesario para la gestión y disfrute de los recursos por parte de la comunidad. En este sentido resulta de importancia confirmar, a pesar de la globalización, una política que busque revalidar el derecho a los bienes comunes. Esto es, aquellos bienes funcionales a la realización de los derechos fundamentales de todos y cada uno. Poner el énfasis sobre el común no significa el retorno de lo público frente a los quebrantos producidos por lo privado, sino, más bien, la existencia de una tensión alternativa en términos sociales, económicos e institucionales que vaya más allá de la contraposición público-privado. En términos políticos esta tensión, así como la aspiración a reapropiarse de lo común inherente a ella, encuentra una primera expresión en la exigencia de asegurar la participación de la comunidad en la gestión de los recursos materiales, como en el placer del conocimiento, lo que significa también recuperar lazos de solidaridad social actualmente debilitados y establecer otros nuevos. Moverse en una dirección exactamente opuesta a la seguida por el capitalismo globalizado. Todo ello, sustentado en la idea fuerte que los bienes comunes pertenecen originalmente a la comunidad, preservados y custodiados, muchas veces, por las comunidades de generación en generación, ya que son producto de una creación inevitablemente colectiva, reproducidos constantemente en el marco de una cooperación social que no quiere concesiones del poder público, sino que exige reconocimiento. Aspecto que no significa reconducir el discurso sobre los bienes comunes al mito del origen ni menos aún a una demonización de la modernidad.[14]
Quizas una de las formas para poder identificar donde están las instituciones -que asumen una lógica de cambio y se convierten en formas otras de gobierno, el autogobierno-, sea seguir el rastro de las diversas combinaciones producidas entre las relaciones de poder y las de resistencia, entre los dispositivos de sometimiento y las prácticas de subjetivación. En fin, entre los mecanismos que apuestan a las continuidades institucionales y aquellas experimentaciones que se plantean formas alternativas de poder. En ese camino bien podemos decir que las instituciones del común son aquellas que se sustentan en la cooperación social, el accionar en común y las prácticas auto-organizadas, sostenidas por subjetividades políticas múltiples, plurales y excedentarias, que convierte estas instituciones en instrumentos y espacios para re-imaginar un presente cargado de futuro. Como áreas de reapropiación de formas de vida expropiadas, expresión de un autogobierno colectivo y de formas de contrapoder, las instituciones del común - expansivas y productivas –, presionan por una repolitización para modificar las relaciones de poder existentes. Se trata de una proliferación institucional cuya dinámica constituyente incorpora variados ejemplos del pasado, la reapropiación democrática de algunas instituciones existentes, como las del estado bienestar, para un uso común que anexa la transformación de las propias herramientas de participación.
En ese contexto, es el poder el que se ve reformulado, si recordamos su naturaleza ambivalente, esto es, aquella que existe entre quienes mandan y quienes resisten. Reformulación que no solo alcanza a su aspecto relacional, sino espacial e incluso transnacional. Incorpora la construcción de otro poder político como expresión de un autogobierno de los subordinados, de lo sujetos antagónicos. Sabemos que el objetivo esencial de las políticas de austeridad neoliberales ha sido desmantelar y privatizar las instituciones de bienestar volcándolas a los circuitos financieros y de valorización, manifestación de un conflicto de intereses de clase y de luchas intersectoriales. Por ello, de la misma forma que el capital persigue su propio desarrollo es posible hablar de una resistencia que va más allá, lindante al terreno de una ruptura, como alternativa hacia una verdadera transformación. Avanzar en una reflexión sobre las instituciones del común significa promover las bases de la definición de los rasgos fundamentales de un poder otro, no sólo independiente de aquel poder al que se enfrenta, sino como un espacio cualitativamente diferente. En este aspecto, la reflexión de los movimientos feministas frente al poder resulta particularmente paradigmática. Ya Hardt y Negri nos lo han recordado recientemente: “esas multitudes puedan componer sus fuerzas en contrapoderes efectivos y trazar el camino hacia una alternativa forma de organización social. Los movimientos sociales y políticos de hoy, en muchos aspectos, ya apuntan en esta dirección.”[15]
La historia de nuestra Latinoamérica abunda en ejemplos de formas de resistencia al poder de turno asentadas en la construcción de contrapoderes: desde las comunidades de esclavos en Brasil, Colombia, Perú organizadas tras instituciones independientes que amenazaban la continuidad del régimen esclavista, a la más variada resistencia indígena a la colonización española como fueron las insurrecciones de Tupac Amaru (Perú) o de Tupaj Katari (Bolivia), en el siglo XVIII, asentadas en poderosas organizaciones e instituciones del común[16] ¿Qué otra cosa, sino un poder colectivo, representa en nuestros días la miríada de movimientos que, al expresarse en los más diversos espacios sociales, desafían al poder constituido que cuestiona la legitimidad de su presencia? Movimientos que, disputando el derecho a la ciudad condicionan en su accionar el propio órgano administrativo gubernamental, mediados por procesos de auto-organización que bregan por instancias de autonomía real. Basta recordar la Guerra del agua y del gas, así como la defensa del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure) en Bolivia y las múltiples asambleas ciudadanas en nuestro país contra las explotaciones mineras en sus diversas variantes, conflictos surgidos todos ellos, al calor de la defensa y por la apropiación de los bienes comunes naturales.
En el caso del zapatismo, desde comienzos de 1994, se fue prefigurando una construcción política y reconfiguración de las mentalidades existente en las comunidades, tras la consigna de la lucha por un “mundo donde quepan muchos mundos” que requirió imaginar otra vida digna posible, concretada en acciones diversas, desde los caracoles hasta las escuelas propias y municipios autónomos. Será en las escuelas zapatistas donde se sembró, en oposición a la individualización de la modernidad capitalista, la importancia de la relación de lo personal con la comunidad. Ecuador marcó un acontecimiento de visibilidad internacional cuando, conducido por la CONAIE, se produjeron levantamientos nacionales por el reconocimiento de los territorios de comunidades indígenas. Donde el territorio simboliza el control político de un colectivo indígena, el espacio geográfico de tierras a restituir, el hábitat, la biodiversidad y el conocimiento indígena sobre la naturaleza, así como la espacialidad socialmente construida.[17]
De cualquier manera, debemos aclarar que toda eventual preeminencia de la lógica del común no significa, de hecho, la desaparición de las instituciones del estado del bienestar y sus garantías sino, en todo caso, la transformación de su modo de gestión mediante el desarrollo de mecanismos de democracia directa y coproducción que permitan la transición desde un modelo estatalista hacia un modelo de interés común. Nos encontramos ante el establecimiento de una nueva jerarquía entre lo común, lo privado y lo público. Este proceso no invalida la posibilidad de que las nuevas instituciones estén exentas de cualquier mecanismo de corrupción que las vuelque en interés del capital.[18]
¿Acaso no resulta estéril, frente a la declinación del estado de bienestar, continuar demandando la obligación de una prestación pública ante cualquier derecho social del ciudadano, y, por el contrario, más apropiado y adecuado, concebir los servicios públicos como producto de la cooperación social y, por lo tanto, pensar a los usuarios de los servicios como cogestores de los mismos servicios, en tanto "productores del común”? Hoy, por ejemplo, la practica social del cuidado, en especial de la salud pública que se ha expresado frente a la pandemia, ha dejado atrás toda prerrogativa neoliberal que la asigna al mercado y descansado sobre la cooperación y el trabajo en común de médicos, enfermeros, camilleros, terapistas, técnicos especialszados en la medicina, el propio personal de limpieza de los hospitales y centros de salud. ¿Acaso esta práctica desarrollada forjando un vínculo muy fuerte y particular entre sus miembros, no genera un común? De igual manera que aquella participación-cooperación social de la producción/reproducción y apropiación/reapropiación de la riqueza social producida, se realza hoy como disyuntiva frente al orden neoliberal. Necesitamos alternativizar con aquella idea generalizada, conciencia común, de que los servicios públicos siempre necesitan del estado. Desde sus estratos superiores, hasta aquello que muchas veces se suele denominar el estado desde abajo, como sinónimo de esa fantasía social que remata en el estado somos todos. Para ello se requiere que el común se organice, se exprese y oponga sabiamente, a las prácticas de gobierno. Los servicios públicos pueden así convertirse en espacios de disputa, un lugar de confrontación entre el estado y lo común.
César Altamira Bs. As., octubre 2020.
[1] Las primeras tomas de tierras contemporáneas en nuestro país se produjeron en la Provincia de Buenos Aires, Quilmes y Almirante Brown, entre setiembre y noviembre de 1981, dando origen a la formación de seis barrios: La Paz, Santa Rosa de Lima, Santa Lucía, El Tala, San Martín y Monte de los Curas. En 1990, menos de una década después, había en todo el conurbano 109 asentamientos, habitados por unas 173.000 personas, de los cuales el 71% estaban en el conurbano Sur. En 1986, se produce en La Matanza una toma que dio lugar al barrio El Tambo, que, junto con los barrios Jose Luis Cabezas y 8 de Mayo (1998), dieron nacimiento a la organización Federación de Tierra y Vivienda (1999), -FTV-, de activa paricipación como organización piquetera durante el 2001. En estas dos grandes “tomas” de tierra tuvo destacada participación las Comunidades Eclesiásticas de Base (CEB). En 2010 se produce la toma del Indoamericano en Villa Soldati, Capital Federal.
[2] Para una perspectiva eco-feminista y la importancia de lo común en la economía de la vida de las mujeres ver M. Mies, V. Shiva Ecofeminism, Londres, Zed Books, 1993, (edición 2014).
[3] S. Federici, Caliban y la bruja, Madrid, Traficantes de sueños, 2004.
[4] D. Harvey, El nuevo imperialismo: acumulación por desposesión, Socialist Register 2004, Bs. As. Clacso, 2005.
[5] J. Butler, Sin miedo. Formas de resistencia a la violencia de hoy, Madrid, Taurus, 2020. Ver en especial “Discurso valiente y resistencia”, Conferencia impartida en Hebbel am Ufer (Berlin) el 29 de abril de 2018. (ebook).
[6] Se trata de un término griego que alude al hecho decirlo todo. Puede traducirse como hablar franco, coraje de la verdad.
[7] J. Butler, Discurso valiente y resistencia, op. cit.
[8] J. Butler, Discurso valiente y resistencia, op. cit.
[9] M. Foucault, El gobierno de sí y de los otros, Bs. As., FCE, 2009; El coraje de la verdad, Bs. As., FCE, 2010; Discurso y verdad, Bs. As. Siglo XXI, 2017.
[10] M. Foucault, Discurso y verdad, op. cit. Conferencia del 24 de octubre de 1983, pág. 82.
[11] J. Butler op. Cit.
[12] Idem.
[13] P. Napoli, Ritorno a instituere: per una concezione materialistica dell’istituzione, en F. Brancaccio, C.
Giorgi (comp.), Ai confini del diritto. Potere, istituzioni e soggettività, Roma, DeriveApprodi, 2018, p. 78.
[14] Para una taxonomía de los bienes comunes ver M. R. Marella, Introduzione en M.R. Marella, Oltre il pubblico e il privato (comp.) Verona, Ombre Corte, 2012, Introduzione, pags. 17-19. Se trata, para Marella, de bienes materiales (agua medio ambiente), bienes intangibles (conocimiento), espacio urbano, instituciones de bien común como la salud, educación.
[15] M. Hardt, T. Negri, Empire twenty years on, New Left Review, 120, Nov-diciembre, 2019, pág. 68 (sn).
[16] Como el sistema comunitarista de ayllus katarista en Bolivia.
[17] V. M.Toledo, Utopía y naturaleza. El nuevo movimiento ecológico de los campesinos e indígenas de América Latina, Nueva Sociedad Nro 122,1992.
[18] M. Hardt, T. Negri, Commonwealth, Harvard University Press, Cambridge Massachusetts, 2009, pág. 159.