Powered By Blogger

domingo, 1 de abril de 2012


Megaminería, Bienes comunes y Kirchnerismo

César Altamira

1-Capitalismo cognitivo.

Las últimas luchas latinoamericanas no sólo han sido protagonizadas por nuevos actores sociales -indígenas, campesinos y precarios e informales urbanos- reemplazando a los obreros industriales, sino que han adoptado modalidades y comportamientos diferentes a los desempeñados por el viejo movimiento obrero. En el marco de un proceso de modificación de los espacios de lucha (de la fábrica a la ciudad o metrópoli), los movimientos han sido capaces de construir registros políticos consistentes en establecer economías para producir parte de los valores de uso que necesitan. Incluimos en esta perspectiva no sólo las fábricas recuperadas y los talleres productivos de alimentos, sino también la producción de servicios vinculados a la salud, la educación, la cultura, el ocio, y una infinidad de iniciativas colectivas. Espacios de producción y reproducción de la vida cotidiana que han ganado centralidad como nunca antes. Son iniciativas surgidas al calor de los últimos ciclos de lucha que persisten tozudamente arraigadas en territorios de pobreza, en espacios que resisten el despojo. Pero, ¿qué tipo de construcción social es ésta? ¿Son  anticipaciones alternativas y resistentes al capitalismo de nuevo tipo, intentos de construcción de un común por parte de las comunidades indígenas, de las vecindades, de las poblaciones asentadas en los barrios y periferias de las grandes ciudades, de los movimientos de ciudadanos que resisten las políticas de privatización de los recursos naturales? Las últimas luchas en Argentina han sido espejo de las luchas latinoamericanas. Múltiples figuras, diversas entre sí, estudiantes, inmigrantes, precarios y  pobres, campesinos indígenas y trabajadores informales tercerizados fueron actores de la resistencia en las últimas semanas de noviembre y diciembre de 2010. Ocupaciones de tierra  en Capital Federal, -Parque Indoamericano, Barracas, Retiro, Villa Lugano, Quilmes-, invasiones de tierra por poblaciones del Norte argentino en Jujuy y Salta en 2011. Y últimamente las variadas resistencias de pueblos y ciudades del interior del país, ante el avance de la mega minería. Uso de códigos y jergas a veces incomprensibles, intraducibles, propios muchas veces de una cotidianeidad precaria y acostumbrados a la represión y a la muerte. Luchas biopolíticas ante una precariedad ontológica. Luchas por la defensa y búsqueda de calidad de vida y por la gestión comunitaria de los recursos naturales. ¿No son éstos, intentos de construcción de un común en los márgenes precarios de la vida sugiriendo y proponiendo nuevas conceptualizaciones?

En el  capitalismo cognitivo la producción de valor se funda en la producción material e inmaterial, con insumos muchas veces intangibles, difícilmente mensurables y cuantificables que dependen directamente del uso que se haga de las facultades relacionales, emocionales y cerebrales de los seres humanos. La actividad  productiva se realiza en red, asentada en el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación lingüística y de la información, con estructuras jerárquicas ahora extendidas en el territorio, asociadas a subcontrataciones fundadas en relaciones de cooperación y comando. Una división del trabajo cognitiva, basada en la utilización y acceso diferenciado  a formas de conocimientos diversas, una alta movilidad del trabajo, en la que predominan la contratación individual, fragmentada  y fuertemente precarizada que constituye la base de la nueva relación capital trabajo. En este capitalismo de nuevo tipo el proceso central de  valorización del capital se juega en la expropiación del común y en intentos por transformar el conocimiento en una mercadería ficticia. Se trata de un concepto fundante que da cuenta de las transformaciones, tensiones y antagonismos que modelan y alcanzan nuestro presente. La clave para entender la producción económica hoy es lo común, ya como fuerza productiva, ya como la forma en que se produce la riqueza.
El concepto de común remite al resultado de la producción  social, esto es ideas, conocimiento, imágenes y afectos. La producción biopolítica, ya que es la vida la que es puesta a trabajar ahora,  abre las puertas a una ontología asociada al comúnPor lo que el marco central de la lucha política en el capitalismo cognitivo será el llamado a la subjetividad, el de la generación y potencialidad, como poder constituyente, de los múltiples productores diseminados.

Nos encontramos frente a una nueva composición del trabajo, en proceso de formación, que reacciona frente al comando del capital. Son bioluchas que se desarrollan en el terreno de la bioproducción combinando cultura y naturaleza, tiempo de vida y tiempo de trabajo. Se trata de un nuevo ciclo de luchas cualitativamente diferente a los ciclos de luchas obreras anteriores. Caracterizado ahora por una instancia democrática que los subtiende, por demandas de organización de base, de coordinación transversal de la acción reivindicativa política, como expresión radical de una igualdad reconocida. Si las viejas luchas obreras contenían la ambigüedad de una relación dialéctica con el capital y con las reglas de la organización capitalista del trabajo, desarrollándose al interior y contra el modo de producción, donde la autonomía de clase se formaba a partir de antinomias siempre presentes y no resueltas entre la instancia del poder y la comprensión de las necesidades del desarrollo, hoy esa dialéctica se ha roto. Las luchas se sitúan por fuera del modo de producción y contra él. La autonomía es ahora un presupuesto, no un fin. Cada una de esas luchas expresa un poder constituyente que se desarrolla como condición misma de la lucha a partir del interés económico inmediato hacia un proyecto de sociedad. Las características transversales de los ciclos de lucha presentes y su desarrollo fluctúan entre momentos de agudos conflictos y otros de largos procesos de sedimentación ontológica de los resultados organizativos alcanzados.  En épocas de hegemonía del trabajo inmaterial es posible comprender empíricamente cómo los procesos sociales, sea que se trate de construcción de respuesta o de alternativa, no se encuentran ya ceñidos a los antagonismos entre patrones y obreros, sino más bien a procesos de constitución de subjetividades, a alternativas de organización independiente de los trabajadores, donde la identificación de los antagonismos parece estar referenciada más en la identificación de los movimientos y en el significado y  contenido de los nuevos poderes constituyentes. 

Estas singularidades que resisten incorporan la producción de subjetividad como invención de sí, sujeto que resiste en las propias mallas del poder (Foucault) Si el producto de esta resistencia es el común, no puede pensarse el común como un a-priori, como una condición de posibilidad de la acción política, sino más bien como el resultado de esa acción, diferente a las diferencias que lo han construido.

Estos movimientos en lucha, tercerizados precarios, estudiantes secundarios, okupas urbanos en la búsqueda de terrenos para su vivienda, ciudadanos ambientalistas, se construyen de conjunto, aunque en algunos casos diferidos en el tiempo, sin alcanzar a unificarse, bajo consignas y reivindicaciones comunes tras el reclamo del derecho incondicional a una vida cultural, política y socialmente digna, a una ciudadanía digna, a una vida sin contaminación acorde al "buen vivir". A partir de estas luchas es posible pensar la recomposición de clase y la organización del común como conceptos potentes. La práctica de estos sujetos, no idénticos, diversos, no busca participación política tradicional a la sombra de alguna representación aglutinante  o de la voluntad general. La propuesta de estos movimientos sociales y políticos no es la de tomar el poder y comenzar un proceso de transformaciones que conduzca al “desarrollo”, sino la socialización de prácticas vitales distintas a las promovidas por la modernidad.

Bien podemos decir que el común, como tal, es la respuesta a la mirada hobessiana paranoica. El placer que significa compartir físicamente espacios e ideales, no puede ser de ninguna manera despreciado como motor de una transformación virtuosa de la convivencia. Es necesario extremar su potenciación y con ello su participación democrática, aunque no resulte fácil dar cuenta del común que sustenta diferencia. Sin embargo nuestro objetivo en estas líneas no es abordar el común como organización, ni tampoco como espacio de cooperación, principal fuente de explotación por el capital, sino más bien, el de plantear algunos aspectos que se relacionen con el común como los recursos naturales y su tratamiento en la nueva era cognitiva.  

Los llamados bienes comunes han ido modificando su composición y estructura con el desarrollo del capitalismo. A los bienes ligados a la sobrevivencia y al consumo primario -aire, agua, bosques vestimenta, sociabilidad, vivienda-, vinculados directamente al accionar humano, se han agregado nuevos bienes comunes que hoy se encuentran en las raíces, no tanto de la subsistencia y del consumo  de base, sino más bien del propio proceso de producción y acumulación. Pertenecen a estos en primer lugar el territorio metropolitano, geográfico y virtual, y, consecuentemente, su ambiente ligado al lenguaje y al conocimiento.    

Los movimientos sociales, los habitantes de aquellas localidades afectadas por lo que consideran un mal uso de los recursos naturales, como el caso de los recursos acuíferos, han enfrentado y resistido su desigual captación, a pesar de su abundancia, en defensa de la vida, con estrategias que han trascendido el marco local, para ingresar de lleno en el cuestionamiento de pautas incorporadas en la globalización capitalista, promoviendo políticamente su equitativa distribución.

2-Bienes comunes y recursos naturales.

Se puede afirmar que la modernidad nació asociada a la violenta mercantilización de los bienes comunes, en especial de la tierra,- Gaia  o pachamama-, con la ejecución de los cercamientos (enclosures) ingleses y la conquista de los territorios. A partir de ese momento la cultura política de la Ilustración eliminará los bienes comunes como categoría jurídica- política confinando su reconocimiento a la época premoderna y medioeval. En ese contexto, el común se despegará de toda vinculación con lo público y lo privado. Los enclosures ingleses así como la marca alemana y toda otra variante de propiedad común serán considerados residuos anacrónicos, propios de tiempos pretéritos.  Resulta importante recordar cómo fue que se formaron, en el curso de la modernidad, las hoy dominantes categorías de lo público y lo privado. Ambas fueron elaboradas a partir  del concepto del trabajo desarrollado por el individuo. La definición de privado en Locke deriva de la apropiación individual a partir del trabajo realizado por el individuo, y su forma jurídica consolidada resultará ser la propiedad privada. Por su parte, el concepto de público se constituye alienando lo propio siguiendo paradójicamente un curso similar. La propiedad pública surgirá, en clave rouseauniana, como necesidad de concebir un sistema político capaz de contrarrestar las desigualdades generadas por la propiedad privada. La propiedad pública nace así como propiedad que no pertenece a nadie y que, por lo tanto, pertenece a todos. Dicho de otra manera, pertenece al estado. Si la propiedad privada puede ser vista como la apropiación del común por un individuo, la propiedad pública deberá ser vista como la propiedad común en manos del estado, como el control del estado sobre el común; verdadera confiscación y creación, por lo tanto, de una nueva alienación. Lo público, como forma de propiedad, no deja de identificarse con lo privado como propiedad y, por tanto, con las formas más profundas y tradicionales de la ideología liberal. El concepto de común se contrapone precisamente al concepto de privado, así como a esa paradójica subsunción de lo privado en la llamada propiedad pública. El concepto de común se basa en un dispositivo de gestión democrática radical de todo aquello que constituye el tejido de la actividad social. Es decir, gestión de actos  recíprocos  entre los individuos, de la cooperación de las singularidades y de la libertad de los productores. El común, en ese sentido, debe ser entendido como la negación de lo propio, en la medida que solo la cooperación de las singularidades constituye lo social y que solo la gestión del común garantiza su renovación continua. En este abordaje el tradicional reformismo, que supone la reapropiación progresiva de la riqueza por los individuos aislados y/o los grupos a través de una continua mediación en las relaciones del capital, no tiene razón de ser.

A diferencia de la propiedad privada y de la propiedad pública, los bienes comunes no pueden concebirse como meros objetos tangibles del mundo externo, ni abordados siguiendo la lógica mecanicista y reduccionista propia del Iluminismo que separa el sujeto del objeto, el ser del tener. No pueden ser asociados a la idea moderna de mercancía, en la medida que existen sólo en cuanto representan e intervienen en acciones cualitativas. Así considerados, los bienes comunes son incompatibles con toda idea de concentración del poder, ya que su existencia se asocia a una comunidad de grupos sociales o individuos ligados en red, que privilegian modalidades de colaboración y participación vinculadas al interés del conjunto, excluyendo toda jerarquización asociada al poder particular existente en los integrantes del ecosistema. De esta manera, la gestión de los recursos naturales, (correspondería mejor calificarla como recursos de sobrevivencia) entendida como gestión del común, no puede formar parte de compromisos o negociación alguna, ni ser emprendida como una obligación ineluctable.

 Plantear, como lo hacen las Asambleas Ciudadanas, que el agua es un bien común significa entender su uso en términos opuestos a todo proceso de privatización y de explotación minera. Sin embargo, oponerse a la privatización no supone retornar a la gestión pública burocrática, autoritaria y corrupta. Reconocer un recurso como bien común implica igualmente rechazar que sean los aparatos estatales quienes los administren, ya que tanto la lógica privatista propia del individualismo posesivo, como la gestión estatal se encuentran ambas alineadas con un criterio tecnocrático y cuantitativo de la acumulación.

Se requiere avanzar en un camino que permita institucionalizar, como institución del común,  una gestión y gobierno participativo, cooperativo, capaz de incorporar, mediante nuevos instrumentos, originales comunidades de usuarios y trabajadores en esa perspectiva. Esto exige romper con aquel análisis rígido y reduccionista (propiedad privada vs propiedad pública) y con aquella práctica social vinculada a la concentración del poder propia de la estructura de la propiedad privada (mercado) y de la propiedad estatal (soberanía estatal).  En efecto, mientras las estructuras privadas concentran el poder de decisión y/o de exclusión en el sujeto propietario titular o en algún consejo administrador, las estructuras públicas agrupan el poder de exclusión o inclusión en el vértice de una jerarquía soberana asociada a la soberanía territorial y a su administración política. Los bienes comunes, el común, así abordados, expresan, por el contrario, un tipo de propiedad antagónica al par público-privado, estado-mercado. Si partimos de la necesidad de preservar cuanto se pueda y en las mejores condiciones los bienes comunes, en sustitución del proceso de acumulación motorizado por los beneficios, entonces, el dogma desarrollista explosionará rápidamente.

Vale aclarar que nuestro planteo está lejos de las ideas, sustentada por algunos ecologistas y ambientalistas, que proponen el "retorno a la naturaleza" en la medida que esta consigna, asentada en la domesticación integral de la naturaleza, resulta ser simétrica a aquella que promueve su explotación indiscriminada. Debemos ser capaces de crear y producir nuevos valores asentados en una fuerza organizativa apta para alcanzar un nuevo tipo de producción que trascienda el desarrollo capitalista.

Los bienes comunes son la base de una auténtica democracia participativa fundada en el empeño y la responsabilidad de cada uno para alcanzar los intereses de todos en el largo plazo. Significa la construcción de altas barreras a la entrada de toda privatización del agua, la tierra o los minerales, sin delegar o transferir su gestión a la estructura del estado o cualquier órgano delegativo fundado en la representación política.

Sólo sobre esta base será posible una revolución cultural que conjugue el común y lo configure como categoría política y jurídica. La propiedad privada individual y la soberanía territorial del estado descansan sobre la operación cartesiana de la modernidad que escinde el  sujeto del objeto, cuya contrapartida es la de un ser humano separado de la naturaleza, de la res extensa separada de la res cogitans. Luchar contra el capitalismo en la actualidad, exige construir y pergeñar otro rumbo diferente a la perspectiva industrialista, extractivista, urbana y monetarista que está dirigida a la acumulación y la obtención de ganancias. Algunas propuestas latinoamericanas, como aquella del "buen vivir", el ayllú, recogen precisamente esta perspectiva, promoviendo una alternativa al desarrollismo lanzado por los diferentes gobiernos progresistas latinoamericanos. Las juntas vecinales del Altiplano, de La Paz, que alcanzaron un rol clave en los procesos de lucha bolivana tienen la impronta del Ayllú como estructura de organización social. El Ayllú como centro de la cosmovisión aymara, donde el individuo es abordado como humano desprovisto de efectos personales jugó un rol central como bastión de prácticas no depredadoras, no consumistas; promoción de nuevos sentidos políticos y articulaciones de la diversidad de proyectos antisistémicos; espacio donde se funden la producción y la reproducción de la vida en un solo proceso con capacidad de autorregulación y de proyección en el futuro. La resistencia y cultura de los pueblos andinos se convierte así en un verdadero laboratorio político que proyecta la constitución del común.

Defendiendo la creación de una armonía social, los pueblos indígenas latinoamericanos han incluido elementos que transcienden la dimensión económica, como es la relación con la naturaleza, la solidaridad con los otros, la pertenencia comunitaria, la necesidad de encontrar espacios de participación para la formulación de nuevas políticas y promoción de los derechos humanos etc. El propósito de un auténtico desarrollo reside en la gradual y democrática construcción de aquellas condiciones materiales y espirituales que permiten alcanzar el alli káusai, o sea, el Buen Vivir. Esta noción ha estado invisibilizada por hombres y mujeres de “izquierda”, pensadores e intelectuales, que observan con desprecio dicha propuesta, mientras apoyan  “el gran salto” desarrollista que finalmente consolida la continuidad de las relaciones de producción y del modo de producción capitalista.  Esa intelectualidad acrítica no percibe que el desarrollo significa aumento de la explotación y acumulación del  capital, proceso que incorpora incrementos de las diferencias, de la violencia, de la depredación, de la jerarquización social. El Buen Vivir, como concepto plural y en construcción, fluye como debate teórico, aunque avanza también en las prácticas de los pueblos indígenas y de los movimientos sociales, así como en la construcción política, como en las nuevas constituciones de Bolivia y Ecuador. Más allá de la diversidad de posturas al interior del Buen Vivir, aparecen elementos unificadores que son clave, tales como el cuestionamiento al desarrollo entendido como progreso o el reclamo de otra relación con la Naturaleza. El Buen Vivir no es, entonces, un desarrollo alternativo más dentro de una larga lista de opciones, sino que se presenta como una alternativa a todas esas posturas.
Se sigue pues que el común no es sólo un recurso-objeto, curso de agua, bosque o glaciar-, sino también una categoría del ser, del respeto, de la inclusión y de la calidad. Es una categoría auténticamente relacional, hecha de la relación entre los individuos, comunidad, campesinos, indígenas  y ambiente. Es categoría ecológica cualitativa y no económica cuantitativa, entendida como propiedad y soberanía estatal. Lo que muchas veces se asocia con el estereotipo del “retroceso” al primitivismo, debe verse como un principio de asociación colectiva para organizar la vida, que no ha perdido vigencia, y que ha sido parte consustancial de la resistencia de los habitantes originarios del continente, en la que la igualdad, el cuidado del entorno vital y la sencillez han sido el rasgo característico.

El agua es un bien común porque se encuentra libre en la naturaleza, compartiendo  con el aire el  ámbito imprescindible y necesario que reclama el derecho a la vida. La reconstitución de cualquier orden ecológico exige como primer paso alcanzar la conciencia del valor del bien común.  Este paso exige superar la oposición estructural a la que estamos familiarizados: la lógica mecanicista y reduccionista de la modernidad propia de la propiedad privada y el estado y su reemplazo por una lógica funcionalista, holística, participativa y crítica del común. En este contexto la conciencia del bien común y la consiguiente transformación del sujeto no pueden ser producidas por el mercado sino que deben estar asentadas en una revolución en la motivación del propio sujeto. Distante de la lógica mercantilista que origina una motivación consumista alineada con la ideología dominante, el diálogo crítico y participativo de base promueve una transformación cualitativa mediada por la misma percepción del bien común. La generación de una conciencia crítica del tipo de la indicada con relación a los bienes comunes exige la construcción de una cultura crítica común que debe ser ejercida para promover una auténtica participación política de la ciudadanía.  La incompatibilidad entre el modelo de desarrollo dominante, la estructura jurídico política que lo sustenta y la sobrevivencia de vida en el planeta, cuestiona la compatibilidad entre la estabilidad moderna y la tutela del común, mientras vuelve imperioso y urgente el alcanzar una democracia participativa de la que los movimientos constituyan la experiencia elocuente más vital. Sólo ejerciendo una auténtica democracia participativa capaz de difundir el riesgo de superviviencia en el planeta podrá producirse un auténtico cambio.

Es posible entonces establecer  una relación entre la gestión del común y la producción del común en la medida que la producción del común puede ser abordada como el conjunto de prácticas sociales y procesos colectivos de subjetivación portadores de otra forma de comunidad política. Los movimientos sociales surgidos a la sombra de las luchas ambientales, en particular contra el desarrollo de la megaminería, disputando la reapropiación de los recursos naturales y de los mismos servicios urbanos como el servicio del agua, no pueden encuadrarse en normas y procesos de la governance del común, atados a compromisos entre actores locales, ya que se han concatenado en el devenir de la conflictividad por fuera de toda esfera institucional. Debemos en todo caso avanzar en el estudio y abordaje de la temporalidad propia y la singularidad que alcanzan estos movimientos contestatarios. Nuestra reflexión sobre la gestión del común no puede limitarse a la simple reivindicación de la nacionalización de los recursos naturales anclada en el mero cuestionamiento de lo privado y la consolidación del estado.  Las luchas de resistencia ambientales, las que desarrollan y promueven los pueblos mineros del interior, las que impulsan las Asambleas Ciudadanas, son todas luchas de resistencia biopolítica  que cuestionan el corazón mismo del modelo de desarrollo productivo kirchnerista, que se encuentra próximo a las viejas concepciones cepalinas: sustitución de importaciones, mercado interno y apropiación del estado de las rentas extraordinarias generadas por la explotación intensiva de los recursos naturales,- soja y megaminería-. Rentas que servirán ya para financiar obra pública, ya para pagos de deuda externa ya para la importación de los bienes necesarios para el "armado" de los bienes finales y su posterior exportación, en tiempos de globalización, como es el caso de la producción de automóviles.

3- Extractivismo, versión moderna del desarrollismo

El llamado extractivismo, que incluye la explotación minera y petrolera, tiene una larga historia en América Latina. Se caracteriza por la explotación de grandes volúmenes de recursos naturales que se exportan como commodities y dependen de economías de enclave, localizadas, como los campos petroleros o las minas, o bien ser espacialmente extendidas, como el monocultivo de soja. La importancia adquirida por el extractivismo ex­portador en estos últimos años en Sudamérica se debe a la alternativa elegida por los fondos de inversión y hedge funds inclinados ahora hacia las materias primas. Se potencian debido a los cambios producidos en el flujo de las inversiones extranjeras volcado ahora hacia los países menos desarrollados. Por lo demás el extractivismo profundiza las formas de desigualdad ya existentes a escala local, provincial y nacional mediante la expoliación económica, la devastación institucional, la destrucción de territorios y depredación de bienes naturales y la fragmentación y control social. Todos hechos incontestables de la realidad que vivimos y que remiten y actualizan la triste historia colonial del continente.

En efecto, el porcentaje de productos primarios sobre las exportaciones totales supera el 90% en Venezuela, Ecuador y Bolivia, y es más del 80% en Chile y Perú; en el Brasil de Lula creció hasta llegar al 60% (según datos de CEPAL). En este sesgo el papel clave lo juegan la minería, los hidrocarburos y los monocultivos de exportación.  Las exportaciones provenientes de mineras y canteras de los países del MERCOSUR ampliado (Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay), pasó del orden de los 20.000 millones de dólares en 2004, a un pico de más de 58.000 millones en 2008 para bajar a cerca de 42.000 millones en 2009 (datos de CEPAL).  En Argentina, la profundización del modelo condujo a que en el período 2003-2006,  el número acumulado de proyectos mineros creciera por encima del 800%, y las inversiones acumuladas aumentaron un 490%, manteniéndose las ventajas para la inversión y las modestas regalías -del 3%, según la legislación promovida durante el neoliberalismo de Menem-. La normativa neoliberal vigente asegura estabilidad fiscal por treinta años, impidiendo modificar la carga tributaria en las explotaciones mineras, con deducibles muy generosos (hasta el 100% del monto invertido, incluyendo desde las obras de infraestructura hasta los gastos de comercialización, aún si éstos ocurrieran en otros países), exoneraciones de aranceles y tasas aduaneras y libre transferencia de sus ganancias, entre otros aspectos. Por si fuera poco, el cálculo del valor del mineral extraído lo realizan las propias empresas, y el Estado no lo fiscaliza adecuadamente (una situación que también se ha denunciado en Brasil), por lo que esas corporaciones terminan haciendo pagos casi voluntarios. Para el caso de la mina El Veladero, explotada por la Barrick Gold, el valor estimado del mineral extraído y procesado hasta el 2007 era del orden de los 12 mil millones de dólares, mientras que las regalías que recibirá el gobierno provincial donde se localiza el emprendimiento alcanzarán un total de 70 millones de dólares, pagados a lo largo de 20 años.

El extractivismo juega un papel importante en el nuevo modelo de acumulación: no sólo se observa una adhesión manifiesta de los gobiernos, sino que éstos pretenden profundizarlo y transformarlo en uno de los motores que asegure el crecimiento económico y el  sostenimiento financiero del Estado. Nos encontramos frente a una sobreexplotación  de los recursos naturales no renovables y a la expansión de la frontera hacia territorios considerados anteriormente improductivos. Por su magnitud, la megaminería a cielo abierto (open pit) que al utilizar técnicas de lixiviación o flotación con sustancias químicas contaminantes requiere enormes cantidades de agua y energía, tiende a desestructurar y reorientar la vida de las poblaciones, desplazando economías regionales preexistentes y “liberando” territorios que, de ahí en más, permanecen presos de la lógica económica del gran capital. Asistimos a profundas transformaciones de la ciudadanía, a la territorialización de los conflictos y a la violación de derechos ambientales y colectivos, amparados por una normativa nacional e internacional que incluyen también los derechos de los pueblos originarios. Para este extractivismo moderno los altos precios son una oportunidad que no se puede desaprovechar. Y, como este nuevo extractivismo contribuye a financiar los programas sociales, clave  para el calificativo de gobiernos progresistas, obtiene una legitimidad política insospechada. El “relato” oficial, que procura presentar al extractivismo como soporte de un modelo de crecimiento y generación de empleo, conforma una pieza clave en la búsqueda de apoyo y consenso social favorable que garantice su aplicación.

Por lo demás, ¿no estamos viviendo acaso un nueva acumulación originaria del capital, de la llamada acumulación primitiva de capital, entendida ésta, no como punto de partida de un proceso progresivo, lineal que iniciado desde condiciones primitivas evoluciona hacia mayores y crecientes estadios de desarrollo, sino más bien como circunstancia que posibilita la producción de las condiciones materiales de explotación de la fuerza de trabajo? “Actualidad del origen” dice Etienne Balibar, ante la persistente desposesión y explotación producida por el capital en tiempos de globalización. Actualidad del origen que reproduce la explotación del trabajo propio de la historia temprana del capital. El capitalismo construyó el proceso de acumulación originaria expropiando la propiedad común de las tierras comunales, los llamados enclosures,  lanzando al mercado laboral a todos aquellos que, de una forma u otra, se encontraban ligados a la tierra, gestando de esa manera los primeros proletarios. Los enclosures del pasado remiten al común de nuestros días, es decir a expropiación de la cooperación social, a la privatización del conocimiento a través de las patentes, a lala privatización de los recursos naturales, a la mercantilización de la producción y reproducción de la vida, a través de la privatización de la salud, de la educación, de la vivienda etc. En fin, el duro proceso de separación del trabajador de sus medios de producción y su expropiación. La cooperación determinada a nivel social se confunde con la tierra de los enclosures, y los derechos de propiedad deben ser concebidos en ese contexto como movimientos de los enclosures. En tiempos biopolíticos, propios de los nuevos procesos de valorización, ya no es la vida la que hace posible la producción, sino que ella es la materia prima de la producción;  es ella la que debe ser explotada, sometida, captada porque es ella la que vale. Ya no será posible distinguir entre vida individual y vida social, entre producción y formas de vida. La vida, como instrumento de trabajo, se confunde igualmente con las tierras comunales y su producción y reproducción debe ser mercantilizada. Procesos todos que exigen la segmentación y jerarquización de la fuerza de trabajo a través de las diferencias de raza y de género como una de las condiciones de existencia. En estos aspectos sustantivos está anclada la llamada “acumulación por desposesión”Donde la política y la vida marchan de conjunto.
El extractivismo vigente configura la versión postmoderna sudamericana del desarrollismo. Asentado en la idea de un progreso lineal y en la inevitabilidad del capitalismo, el desarrollismo latinoamericano  recoge igualmente  la influencia de la corriente cepalina y del dependentismo clásico. Se presenta como un híbrido contemporáneo, resultante de las condiciones culturales y políticas propias de América del Sur al recoger las ideas eurocéntricas del progreso, arraigadas en la cultura latinoamericana dominante, asumiendo la influencia cepalina tras el impulso al incremento de las exportaciones y la captación de la inversión extranjera, y la influencia dependentista en el fortalecimiento del mercado interno. En este análisis, son las riquezas ecológicas las que posibili­tan fuertes expansiones económicas. Los llamados gobiernos progresistas de América Latina, al consolidar sus prácticas extractivis­tas,  son portadores de mitos que afianzan una inserción comercial subordinada de estos países en el mercado mundial. En efecto, las nuevas administraciones progresistas no han cuestionado la nueva arquitectura comercial;  por el contrario, varios de ellos la han acentuado, incluyendo reclamos de una mayor liberalización comercial global (donde los ejemplos más claros son Argentina y Brasil). Estos aspectos permiten afirmar que el moderno extractivismo es funcional a la globalización comercial – financiera manteniendo una inserción internacional de América del Sur fuertemente primarizada. En este devenir los gobiernos objetan toda protesta social que cuestione esta política, negándose a reconocer las causas de la protesta, minimizándola o acusando a sus líderes de encubrir otros intereses. En particular se combate a los grupos indígenas, campesinos y ciudadanos ambientalistas de las poblaciones afectadas  culpándolos de “impedir” el desarrollo y generar perjuicios para el conjunto del país.

Debemos reconocer sin embargo que la nueva izquierda latinoamericana, a pesar de ser heredera de estas ideas, ha remodelado este legado a partir de una hibridación de sus luchas políticas con la caída del Muro, con las demandas de los sectores populares y de los pueblos indígenas y con los efectos de las políticas neoliberales. La izquierda latinoamericana, fiel a su pasado desarrollista-cepalino, mantiene su apego a tres grandes mitos: el del progreso social, el de la dominación de la naturaleza sustentada en la separación hombre-naturaleza y el del nacionalismo estatal. El crecimiento económico basado en la explotación de los recursos naturales encuentra hoy su sostén oficial en el aporte financiero que el sector realiza al estado, costeando los programas sociales y permitiendo a los gobiernos del cono sur legitimarse políticamente al rodearse de un halo progresista. En efecto, a diferencia del periodo neoliberal, el estado disputa hoy la captación de excedentes con los grandes capitales, proyectando en esta disputa la ilusión de un desarrollo independiente asentado en la consolidación de una soberanía reforzada  por las nacionalizaciones por concretar.  Reaparece así, como en el período de entreguerras,  la ilusión de un nacionalismo que evoca, en tiempos de globalización e interdependencia, aquellos nacionalismos latinoamericanos que se propusieron de manera fallida alcanzar la independencia económica y el desarrollo nacional. Ideología nacionalista ligada a una lectura dependentista cuya ruptura (la de la dependencia) remite a la posibilidad y virtud de un crecimiento económico nacional y social autónomo, al que deben subordinarse el conjunto de las aspiraciones nacionales: de clase, género, étnico, cultural, democráticas etc. Hoy como ayer, nos repiten, el agente social y político de esa ruptura histórica es el estado y, eventualmente, aquellos aparatos paraestatales patrióticos, como el ejército y los partidos, únicas fuerzas capaces de quebrar la acción destructiva y condicionante del mercado global y la penetración extranjera apoyado en un “desarrollo hacia adentro”.

Superar esa política exige cuestionar la idea de progreso lineal,  y modificar simultáneamente las políticas sociales, pasando de un asistencialismo focalizado, condicionado a ciertas obligaciones del beneficiario que generan retribuciones en dinero, el workfare, como es el caso del Plan Argentina Trabaja (PAT), a otro universalista, sin exigencias de contraprestaciones. Exige también trascender la idea de la recreación de un nacionalismo progresista fuera de lugar y anacrónico en tiempos de globalización asentado en el crecimiento de un mercado interno y en un supuesto fortalecimiento del estado cuya soberanía está en crisis y con una capacidad de negociación a nivel global disminuida, posible solo de alcanzar algún grado de efectividad asociado a los bloques regionales. Más allá del relato oficialista,  que se obstina en afirmar las bondades de un crecimiento asentado en las indulgencias del mercado interno, lo cierto es que el pivote del crecimiento alcanzado en los últimos años  se encuentra antes bien en el mercado exterior que en los impulsos que hubiera podido generar el mercado interno.  

Por lo demás la dinámica de las luchas tiende a ampliar y radicalizar la plataforma reivindicativa a través de la incorporación de temas que cuestionan el modelo de desarrollo hegemónico así como la mercantilización de los bienes comunes. Y en este devenir la resistencia se articula con comunidades de vecinos, organizaciones ambientalistas, estudiantes y académicos universitarios. Toda una amalgama social heterogénea que plantea una disputa epistémica y política.   


4- Kirchenrismo y producción del común.

Algunas reflexiones sobre cómo el kirchenrismo obtura la producción del común.

1- La cooptación de los movimientos sociales por el kirchnerismo ha coartado la producción de un común político, derivando toda potencialidad de los movimientos a un activo apoyo acrítico al gobierno, muchas veces condicionado por los planes de ayuda social recibidos. Los movimientos terminan encorsetados en la producción y reproducción de una maquinaria institucional verticalista sin precedentes que atenta contra su propia existencia, mientras vacía y debilita todo proceso de autonomía política. La producción del común exige deconstituir cualquier subjetividad sumisa, domesticada o sometida, así como la constitución de subjetividades de resistencia y de emancipación abiertas a diversos posicionamientos propios de sujetos liberados individual y colectivamente.
2- La muletilla política repetida por el oficialismo de "modelo de acumulación con inclusión social" se ha convertido en ideología de estado justificando toda búsqueda de acumulación de poder institucional mientras ha oficiado de sostén al alumbramiento de espacios intelectuales devenidos en apoyatura intelectual acrítica del oficialismo, dominados más por una actividad y obsesión mediática, que por una práctica política "desde abajo".

3-Resulta claro que la criminalización de la protesta se ha convertido en una política represiva del gobierno nacional profundizada con la nueva Ley Antiterrorista, enviada por el ejecutivo y aprobada recientemente. En ese contexto asistimos a un desplazamiento en las listas electorales propuestas en las últimas elecciones de integrantes de los movimientos sociales, incluso de aquellos afines con el gobierno, cuyos espacios han sido ocupados por jóvenes leales e incondicionales, practicantes de un centralismo y subordinación al poder político que evoca más a la Guardia Republicana de Sadam Hussein que a la juventud movilizada y contestataria de los 70´s, a pesar de que su nombre evoca tiempos de rebeldía e insubordinación juvenil. Este fenómeno es paradigmático de la concepción kirchnerista de construcción de poder alejado de toda comunicación con los sectores productivos del abajo, indicativo también de la apuesta que hace a la constitución de una burocracia orgánica de estado, situando en los intersticios estatales institucionales su principal envite. Contingencias políticas de este tipo alejan la propuesta oficial a toda gestión y/o producción del común. Toda perspectiva de construcción del común desde los movimientos sociales exige reconfigurar sus capacidades de resistencia y convocatoria autogestionaria de los sujetos y subjetividades que los conforman, interpelantes de las instituciones, las leyes, los ordenamientos jurídicos, políticos y sociales así como de las limitaciones económicas impuestas por las realidades económicas concretas.
4-La política del gobierno con  relación a los movimientos ambientalistas se encuadra en esta perspectiva en la medida que toma distancia de toda idea que signifique adjudicar a los movimientos sociales locales cualquier intervención en la gestión de los recursos naturales, obturando la posibilidad que estos actores sociales avancen en una transformación subjetiva política promovida y gestada desde las luchas de resistencia contra el extractivismo. Por lo que lejos de promover la ampliación de cualquier influencia política de los movimientos sociales a nivel local, o provincial, clausura su influjo anteponiendo las políticas institucionales bien provinciales, bien nacionales. En ese momento termina ahogando toda influencia y contagio político de los movimientos convirtiéndolos en meros espectadores pasivos en la toma de decisiones. La ideología estatal, nacional y popular se presenta como una ideología esencialmente conservadora y retardataria alejada de toda perspectiva progresista a pesar de actos tales como los del matrimonio igualitario, la AUH y la inclusión de las amas de casa en las políticas de previsión social. En este sentido el gobierno está lejos de la construcción de un discurso político capaz de incluir al conjunto de los actores sociales en un proceso de transformación.
5- Con relación a la megaminería, el gobierno ni siquiera ha promovido formas jurídicas usuales, como las del derecho al agua, que se revelan como forma básica primaria de la defensa del común. En efecto, el gobierno no sólo ha dado la espalda a esa política, sino que paralelamente ha confrontado con dicha consigna jurídica, como fue el caso del veto a la ley de glaciares justificando el uso indiscriminado de un bien común, cada vez más escaso y necesario para la vida y reproducción de las poblaciones, como el agua. La utilización intensiva del agua en los mega emprendimientos  mineros ha llevado a los movimientos vecinales y ciudadanos que se oponen a este tipo de explotación a levantar como consigna "el agua vale más que el oro". En ese aspecto la política kirchnerista no se ha traducido en formas efectivas de organización para su gestión eficaz, ni tampoco derivado hacia el reconocimiento del uso común de los bienes y de los servicios, ni mucho menos fomentado la producción de subjetividad política orientada hacia tal fin. Por el contrario, en los últimos tiempos se desarrollaron conflictos entre las comunidades comunales y provinciales con los gobiernos provinciales y con el propio gobierno nacional que reclaman la propiedad de los recursos naturales donde habitan frente a la inescrupulosa explotación promovida por las empresas mineras.
6-Si bien en nuestro caso, no nos enfrentamos a intentos y búsquedas de retornos a formas de "vida originarias" (como es el caso de numerosas poblaciones andinas) respetuosas de la naturaleza, nos encontramos ante formas modernas de gestión de los recursos naturales ancladas en la continuidad de prácticas políticas pasadas como el desarrollismo, el clientelismo, el estatismo y la exclusión de la participación social. La producción del común tropieza con una política oficial que se limita a promover en el imaginario la simple inversión de las categorías coloniales y de su valor, inversión que no permite pensar más allá de las categorías coloniales, coexistiendo de esa manera con el mantenimiento práctico del capitalismo y sus políticas.  
7-Si partimos de la base que la paradoja del común reside en el difícil pasaje de la gestión del común a la producción de un común como verdadero regulador de una transformación política queda claro que la política kirchnerista no se plantea transferir el proceso de transformación social del estado a la comunidad política, sea a través de prácticas colectivas, sea mediante el impulso de procesos de subjetivación. Por el contrario, su perspectiva política e ideológica es la del reforzamiento del estado en todos sus frentes posibles de intervención social dejando de lado toda posibilidad, por mínima que ella fuera, de coparticipar la gestión con los movimientos. En esta perspectiva, ilusoriamente, el kirchnerismo alienta un discurso de reconstrucción del estado de bienestar, más allá de la persistencia y fortaleza de una salud privatizada, que goza de buena salud; de la permanencia de una lógica privatista en el sistema previsional, a pesar de su estatización; de la subsistencia de una política asistencialista focalizada, alejada de todo universalismo; de las limitaciones que  muestra la política de planes de vivienda social y de la obstinada negación a una informalidad y precariedad laboral que persiste obcecadamente a pesar de las tasas de crecimiento alcanzadas, demostrativa de que esa informalidad-precariedad ha venido para quedarse. Si el neoliberalismo arrojó al terreno del libre cambio los bienes primarios y de pública utilidad mediante su privatización, cualquier intento de construcción de un nuevo welfare, hoy adaptado a la construcción de un hipotético welfare del común debe incorporar como primera medida el libre acceso a los bienes comunes materiales. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario