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jueves, 17 de marzo de 2011

Commonfare o Barbarie

autor: 
 Emmanuel Rodriguez
Desde que la aceleración de los procesos económicos fuese conducida por esa extraña estructura social que conocemos bajo el nombre de capitalismo, críticos y reaccionarios han repetido sin cesar que la historia de nuestro mundo venía signada por la pendiente de la barbarie. Decirlo hoy en medio de la crisis galopante de los mecanismos financieros que soportaron la tenue prosperidad de la década pasada, no es quizás ni original ni especialmente iluminador. Y sin embargo nos devuelve a un conjunto de disyuntivas que no dejan de tener actualidad. Efectivamente, dentro de las grandes encrucijadas que atraviesan nuestro tiempo, como el umbral de superación de los límites de carga ambientales o la mezquina asimilación de una parte creciente de la humanidad a algo parecido a un deshecho contable, existe otro gran debate, intencionadamente silenciado, que tiene que ver con la propia viabilidad del capitalismo, al menos tal y como lo conocemos en su desenvolvimiento histórico. Todo el problema radica en la transición de las formas del capitalismo industrial, que dominaron el planeta en las décadas precedentes, a la nueva combinación de formas de acumulación y explotación que parecen reconocerse en el término de capitalismo cognitivo.
La gran transformación de nuestro tiempo, y lo que se hace tangible en cualquier gesto cotidiano, es la poderosa entrada en la escena económica de elementos que antes habían permanecido ajenos o extraños a la lógica capitalista convencional. Creatividad, comunicación, conocimiento, redes sociales, son ya elementos corrientes del lenguaje empresarial, al igual que una constelación de industrias basadas en estas nuevas fuerzas productivas que parecen haber concentrado la misma atención social y económica que en otros tiempos ocupaban los gigantes industriales. A diferencia no obstante de estos últimos, esta constelación de elementos económicos se organiza de una forma irreductible a la lógica económica convencional. Al destacar estos factores estamos señalando un cambio de escala de los circuitos de acumulación. De la producción de bienes a la producción de lo que propiamente deberíamos considerar como lo más propio e íntimo a la «vida» (la reproducción, la subjetividad, etc.) media realmente un abismo que difícilmente se puede salvar con los enunciados de la ortodoxia económica. Nada en el capitalismo cognitivo se asemeja al capitalismo industrial. Los elementos que concentran las nuevas potencias valorizantes del trabajo (como el conocimiento, la «creatividad», la iniciativa) son difícilmente mensurables en cantidades discretas de tiempo-trabajo. La medida de la productividad (ahí está la paradoja Solow) que había compuesto la base de los acuerdos fordistas se esfuma al mismo ritmo que los resultados del trabajo pasan a depender de las cualidades intelectuales y afectivas del trabajador y de las condiciones que facilitan la cooperación social en la producción. Igualmente la separación entre los medios de producción y la figura del trabajador se diluye cuando la producción procede directamente de la activación del cuerpo y el cerebro colectivo. Dicho de otro modo, el capitalismo se enfrenta a una creciente ingobernabilidad del trabajo (comunicativo, cognitivo, afectivo, etc.) en sus condiciones actuales; y esta ingobernabilidad se presenta como una crisis de realización o como una crisis de rentabilidad.
A pesar, por lo tanto, de sus notables éxitos, como la emergencia de nuevos bloques capitalistas, la ruina del enemigo socialista o la quiebra de la oposición obrera, aquello que constituía el principal indicador del estado de salud del sistema, la tasa de rentabilidad, no ha podido mostrar sino una línea errática y descendente que en nada recuerda a las grandes épocas de la industrialización. En las últimas décadas, el capitalismo actúa y reacciona como un animal herido. Por eso el ataque a los salarios, la destrucción de las garantías sociales reconocidas en el Estado de bienestar o la precarización hasta el límite de las condiciones de vida de las mayorías sociales. La llamada financiarización es sólo la clave de bóveda que debe apuntalar la capacidad de extracción de valor y riqueza a un cuerpo social que no sabe gobernar. La financiarización ha sido el gran experimento de sometimiento de las nuevas potencias del trabajo.
Recordemos: la financiarización es algo más que el gobierno del sector financiero sobre la economía mundial. En tanto resumen sintético de la acumulación (la creación de dinero a través de dinero), la financiarización es un poderoso mecanismo de abstracción sobre las actividades económicas con base en la producción e intercambio de bienes y servicios. La apertura de una nueva categoría de mercados que funcionan únicamente sobre la base del intercambio de títulos de propiedad, la expansión del crédito a los ámbitos de la reproducción social (como las hipotecas, los préstamos al consumo, los fondos de pensiones, los créditos al estudio, etc.) y en definitiva la colonización financiera de casi cualquier actividad económica han generado las condiciones para una apropiación capitalista mucho más penetrante y eficaz sobre el producto social. Es necesario reconocerlo: los títulos financieros no son más que instrumentos de apropiación de porciones crecientes de la riqueza social. En la medida en que la financiarización «avanza», se hace también más capilar a las actividades cotidianas (como la compra de una mercancía con una tarjeta de crédito), proporcionando en realidad los medios para una nueva forma de sometimiento social.
Lo sabemos de siempre, la circulación financiera no genera riqueza. Por mucho que la riqueza se haya transformado en activos financieros, la financiarización es sólo una nueva forma despótica y violenta de la organización económica dirigida a reforzar y ampliar la apropiación. Lo que la hace distinta, es que a diferencia de las formas disciplinarias aplicadas en la fábrica o de los mecanismos de sometimiento del trabajo, la financiarización no tiene un objetivo productivo, aun si sus funciones económicas son enormes. Las finanzas no quieren y no pueden organizar el trabajo para mejorar sus rendimientos. Se limitan a gobernarlo desde fuera, a imponer su dominio social como cuando, por ejemplo, la mayoría de la población se ve obligada a pagar hipotecas sobre viviendas cuyo precio aparece inflado artificialmente por una dinámica de especulación institucionalizada. En esto la modernas y sofisticadas formas del dominio financiero conservan la herencia del carácter parasitario que siempre tuvieron las finanzas. Se trata de un gobierno externo a los procesos de producción de lo que propiamente constituye la riqueza, y a los que sin embargo logra someter por medio de una permanente obligación de servidumbre a las lógicas de endeudamiento y privatización de las garantías sociales como la vivienda, las pensiones o la educación. Que el proceso de financiarización esté hecho de resistencias y ambigüedades, como el hecho de que el acceso al consumo de los proletariados urbanos se haya realizado por mediación precisamente del endeudamiento y de las burbujas patrimoniales de la última década, no cambia en nada esta afirmación. La financiarización es la nueva forma de acumulación originaria adaptada a las condiciones postmodernas: hay que despojar a los sujetos de todo lo que forma su «común real» para obligarles a pagar por ello en su triste y menguada forma privada.
Pero ¿qué significado tiene, entonces, la crisis? La crisis que comenzó en 2008 con el estallido de las burbujas inmobiliarias de algunas de las principales economías del planeta y que siguió su ronda de contagios por el sistema nervioso de las finanzas, ha quebrado los mecanismos financieros que habían formado la base de la extorsión capitalista de las últimas décadas. Ha desvelado y dejado al desnudo la realidad del capitalismo hecho financiero: la violencia arbitraria sobre la producción de una riqueza social que el capital ya no sabe producir y tampoco gobernar. El hecho de que la crisis comenzará por los impagos de los más pobres que en los últimos años fueron empujados a la compra de vivienda, tanto en EEUU como España, destaca hasta que punto la expropiación financiera ha tenido que ampliarse y complicarse para seguir arrancando una parte creciente del producto social.
Por paradójico que parezca, la crisis es, así, primero una oportunidad. Desnuda por fin al rey y nos permite ver en su gorda forma el resultado de una dieta rica y generosa a la que, sin embargo, no ha contribuido en nada. Con ello no se quiere decir que esta imagen sea sólo una revelación, una iluminación a la conciencia antes sellada por la euforia financiera. Más allá de esta apelación, la presencia de la crisis nos sirve como catársis y purificación frente a la mala conciencia y la culpabilización que los aparatos mediáticos pretenden inyectarnos inmediatamente frente a la rabia y la indignación, para conducirnos luego a la competencia por «recursos» escasos y a la próxima guerra entre pobres. La crisis es y debe ser, antes que nada, indignación y rechazo de la única promesa que el capitalismo ha sido capaz de sostener hasta hace poco: que la mayor época de creación de riqueza de la historia de la humanidad había sido el resultado de la organización económica a través del mercado y de la lógica del beneficio, y que las riquezas futuras sólo podrían ser garantizadas sobre bases semejantes. Los desastres ambientales, la marginación de una parte de la humanidad, la creciente desigualdad, las nueva patologías ligadas al estrés y las nuevas formas de explotación, nos muestran hasta que punto esta afirmación ha dejado de ser cierta. Pero lo que sobre todo descabalga todo horizonte progresivo y progresista del capital, es que la riqueza en los tiempos y espacios del capitalismo cognitivo se produce sobre bases distintas y ajenas a las lógicas de acumulación fordista.
La conclusión es rotunda: nuestra época es una época de abundancia no de escasez. Abundancia de bienes materiales garantizados a precios cada vez menores por la sucesión de revoluciones industriales y abundancia infinita de bienes cognitivos distribuidos de forma universal por la infoesfera. Y sin embargo, no caben muchas esperanzas a otra solución a la crisis que la reintroducción de la escasez que permita reanudar la máquina expropiatoria. Los síntomas de este devenir mafioso y antiproductivo de las soluciones capitalistas se multiplican sin cesar, ya sea en la defensa de los privilegios financieros en la gestión de la crisis griega (próximamente española), en las reformas dirigidas a restringir los sistemas de públicos de pensiones a favor de los fondos privados de capitalización individual, en la reanudación de las políticas de privatización del welfare ante la situación quiebra técnica de las economías públicas o en las reformas del mercado de trabajo empeñadas en una nueva ronda desregulación laboral. Y todo ello en una situación de colapso de la hegemonía de las posiciones neoliberales que gobernaron la economía global en las últimas décadas.
Pero si la confianza en una reforma desde arriba, similar a la del New Deal que instituyó los pactos fordistas de la gran postguerra mundial, parece al menos por el momento ajena a nuestra coyuntura, la materialización de un horizonte del todo distinto al actual está completamente abierta. La crisis subyacente de la realización capitalista en el marco del capitalismo cognitivo llevará probablemente a insistir en los mecanismos financieros. No parece que haya contraparte capitalista, ni diálogo, ni inteligencia para otra cosa que sea lo ya conocido. Y sin embargo las posibilidades subyacentes a lo que en otro tiempo se llamó el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas parecen casi infinitas.
La financiarización es de hecho la mejor manifestación de la extrema socialización de la producción. La abstracción financiera que permite capitalizar en un título de propiedad valores dispersados sobre medio planeta, simplemente refleja del lado de la propiedad la interdependencia social de la producción de riqueza. Bastaría tomar al asalto las finanzas y revertir los títulos privados en formas de propiedad social para relanzar un programa de socialización de la riqueza a gran escala. En otras palabras, la coyuntura actual nos coloca más cerca que nunca antes de lo que aquí llamamos commonfare, en tanto nuevo estatuto de lo común. La renta básica de ciudadanía, explorada en este número, podría ser financiada con recurso a nuevas formas de fiscalidad que gravasen efectivamente los movimientos de la riqueza financiarizada, y los devolviesen al cuerpo social en forma de un derecho común y universal.
No hace falta decir que aquí queda todo por hacer. Pensar un posible dista mucho de implicar su realización. La exploración de este horizonte dependerá de las luchas y de su capacidad para revertir las situaciones enquistadas. De momento, mantener el cabreo, sin ninguna responsabilidad para con los equilibrios macroeconómicos y los chantajes del futuro, no parece un mal comienzo.

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